miércoles, 19 de febrero de 2014

Relato: Times Square

 Continúo con los relatos del taller de escritura.  En este caso, el supuesto era  escoger un cuadro famoso fácilmente reconocible y escribir un relato en el que el protagonista interactuase con alguno de sus personajes, ya fuera entrando él en el cuadro o saliendo éstos del cuadro.

 En mi caso, siguiendo la inspiración de un amigo fotógrafo, en lugar de elegir  un cuadro famoso opté por una fotografía: la portada de la revista LIFE en la que sale un marinero besando a una enfermera el Día de la Victoria en Times Square.

 Le he dado una vuelta de tuerca, pensando en qué podía haber pasado antes y después, y en qué historia oculta estaba detrás de esa fotografía tan reconocible.  Espero que os guste.

Times Square

El despertador sonó puntual a las ocho y media de la mañana aunque Jack llevaba despierto ya un rato.  Nunca le había costado demasiado madrugar y con la edad su hábito se había acentuado hasta despertarse siempre antes de la hora.  Aun así, miró aquel viejo despertador y le dio la vuelta buscando los resortes para darle cuerda.  Solía decir que aquel despertador era como él mismo: una reliquia de tiempos pasados que, con el debido mantenimiento, seguía funcionando razonablemente bien.

Con un esfuerzo considerable, Jack se incorporó y miró por la ventana.  Sonaba un toque de corneta mientras la bandera estadounidense ascendía el poste y, como cada mañana, Jack adoptó la posición de firmes y saludó militarmente.  A su mente acudían recuerdos de tantas y tantas veces en las que había realizado la misma operación.  Casi todos los días de su vida, en realidad.  Claro que cuando Jack era joven la llamada de corneta la realizaba un soldado de verdad y no una grabación.  La sustitución de algo tan artesanal como un cabo tocando la corneta por una grabación le parecía casi irreverente.  Casi tan irreverente como que, por un despiste, se hubiera puesto a saludar a la bandera sin los pantalones puestos.  Al igual que había aprendido a tolerar un mundo que avanzaba mucho más rápido que él, esperaba que el mundo le perdonase a él sus cada vez más frecuentes despistes.

Entre avergonzado y resignado buscó la ropa de gala en el armario.  Su memoria le podía fallar a veces pero un día como aquel no se olvidaba fácilmente.  Aquel día era especial ya que los mayores de la residencia (Jack se resistía a llamarse a sí mismo anciano, pese a sus noventa y tantos años) saldrían de excursión a Nueva York.  "Como un día de permiso", pensó Jack.

—¿Aún está así, señor?  Ande, baje a desayunar y cuidado con mancharse.

El tono de la enfermera era afable, pero teñido de condescendencia.  A Jack no le gustaba que le trataran así, como a un niño que no sabe vestirse solo.  Pero claro, a su edad muchos hombres no sabían vestirse solos.  Reflexionó sobre eso un par de minutos mientras se colocaba adecuadamente el nudo de la corbata y bajó al salón común a desayunar. 

Tres horas después estaban en Manhattan él y otros quince veteranos de la marina.  La primera visita obligada era el portaviones USS-Intrepid, atracado en el Río Hudson.  En su interior los antiguos soldados participaron en un tour que les mostró los últimos avances en tecnología naviera y aeroespacial.  Jack no pudo evitar sentirse de repente muy mayor y muy, muy torpe.  Sus recuerdos le volvieron a jugar una mala pasada y en un solo momento, pasado y presente se confundieron.  Mientras miraban entre asombrados y desconcertados las maravillas del transbordador espacial, en la mente de Jack la cubierta del portaaviones se llenaba de marineros con un uniforme familiar que daban carreras de un lado a otro.

—¡Impacto confirmado!
—¡Todo el mundo a sus puestos, podría ser un kamikaze!
—¡Escuadrón Echo-9 listo para salida.!
—¡Despejad la pista, salida en cinco, cuatro, tres...!

Jack gritaba la orden de despeje mientras el subteniente que guiaba el tour lo miraba sin saber si le estaban tomando el pelo o no.  Tras varios momentos de desconcierto, una enfermera se acercó a Jack y suavemente le cogió del brazo, convirtiéndose sin saberlo en el ancla que la mente de Jack necesitaba para volver al presente.  Entre alguna risa y miradas de compasión por parte de la tripulación, la enfermera acompañó al viejo marinero hasta la salida.

—Lo siento mucho, todo parecía tan real.  Estoy confuso.
—¿Sabe dónde está, capitán?  ¿Sabe quién soy?
—Sí— afirmó sin demasiada seguridad Jack. —Soy el capitán de corbeta Jack Harris, y usted es la enfermera...
—Nightingale. Llámeme Florence, o incluso Flo.  Todo el mundo me llama así.
—¿Y por qué estamos aquí fuera, señorita Nightingale?—. Jack se resistía a llamar por el nombre de pila a alguien que no conocía bien.  Aunque aquella cara le sonaba tremendamente, no estaba muy seguro de haber cruzado más de cuatro palabras con ella antes.
—No sé si podremos volver al tour.  Me temo que tendremos que saltarnos el resto de la visita, pero no se preocupe, capitán.  Hay un montón de cosas que ver y francamente, el interior de un portaaviones no está entre mis preferidas.  Calculo que al tour le quedan unas dos horas.  ¿Qué le apetece hacer mientras tanto?  ¿O prefiere que tratemos de volver a entrar?

—No, señorita Nightingale.  Creo que será mejor esperarles—. Jack prefería no confesar a una casi desconocida que le daba demasiada vergüenza volver tras el episodio de los gritos.
— Mejor aún, capitán.  Aquí al lado en Central Park hay una exposición de fotografía.  ¿Le apetece verla?  Seguro que es más interesante que el portaaviones.

Y sin esperar la respuesta de Jack, aquella amable enfermera tiró de su brazo y le acompañó por la pasarela metálica rumbo a aquella exposición.  Por el camino parloteaba sobre lo difícil que era para ella ir de visita a la Gran Manzana, trabajando turnos interminables en la residencia de veteranos y teniendo como tenía un marido cuya noción de la palabra excursión era ir al centro comercial a por cervezas.  Jack trataba de prestar atención pero se perdía abrumado por el desparpajo de la joven, los coches, la gente con prisa, los vendedores de perritos y un sinfín de cosas.  Afortunadamente, a la enfermera Nightingale no parecían importarle sus despistes o si de verdad le estaba prestando atención.  Seguía caminando sin prisa pero sin pausa hacia el vecino Central Park, donde según ella habían montando una exposición al aire libre de fotografías famosas y portadas de revista.

Al llegar allí, Jack estaba muy cansado por la caminata.  En realidad el recorrido no había sido más que un par de millas, pero a su edad eso era el equivalente a una maratón.  Pidiendo a su acompañante que lo disculpase y buscó un banco para sentarse.  Una vez allí, la señorita Nightingale le preguntó:

—¿Estará usted bien aquí si le dejo un rato?  Será cosa de un momento, querría darme una vuelta por la exposición.  ¡No se vaya sin mí, capitán!— bromeó.
—Ni loco abandonaría a una dama sin escolta en sitio tan bonito, señorita Nightingale.

Dicho esto, y tras haber perdido de vista a la enfermera, se relajó en el banco que había escogido.  Era un banco de madera, algo gastado y maltratado por estar a la intemperie, pero no era incómodo.  Tenía unos reposabrazos metálicos prominentes, seguramente colocados allí para evitar que la gente sin hogar lo aprovechase para dormir en él.  Tras dejar divagar un rato su mente, reparó en que frente al banco, a una distancia de unos quince metros, había un soporte metálico con forma rectangular y en él se encontraba expuesta la portada de la revista LIFE del día que acabó la Segunda Guerra Mundial.

Hacía mucho que no recordaba aquello.  Estaba en Times Square.  Su barco había atracado en el muelle de Nueva York un día antes para someterse  unas reparaciones y dar un permiso a los jóvenes integrantes de aquella tripulación.  Estaban Sean, un tipo de ascendencia irlandesa y gran sentido del humor, Richard, un veterano de treinta y tantos años entonces, Mark, y él mismo.  Habían decidido pasar aquellos días juntos los cuatro para disfrutar de la ciudad.  No sabían que la guerra estaba a punto de terminar y quizás por eso y ante la oscura perspectiva de volver a embarcar en menos de una semana, se recorrieron los tugurios más conocidos de la ciudad, dejándose la paga en cada barra.  Ese día, con una monumental resaca, habían emprendido camino de nuevo al centro neurálgico de la sociedad neoyorquina: Times Square.  Allí, en el un pequeño "diner" donde comían, oyeron por la radio del local el discurso de Truman.  La guerra había terminado.

El grupo de marineros tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo su grito de alegría se unió al de miles de personas en la calle, en sus casas, en los negocios locales...  Salieron corriendo de la cafetería y vieron como todo el mundo lo celebraba.  En muy pocos minutos el aire de Times Square se llenó de recortes de papel y vítores.  La gente con la que se cruzaban en la calle corría a abrazarlos, dándoles las gracias por su participación en aquel conflicto que por fin terminaba.  Ellos mismos no se lo creían.  Empezaron a elucubrar qué iban a hacer en cuanto llegaran a casa, qué harían primero, a quién abrazarían.

Entre todo el jaleo, y mientras Sean y Richard saludaban efusivamente a alguien, Mark y él se miraron con complicidad.  Mark llevaba, como él, el uniforme de marinero reglamentario, pero a él le sentaba como un guante.  Los pantalones le quedaban algo abiertos a la altura del zapato pero se estrechaban hacia los muslos y se ceñían a la cintura. La chaqueta azul marino con la sisa perfecta, como si se la hubiera hecho a medida y con unas mangas que, al tener los brazos algo alzados, le llegaban a la altura justa del antebrazo como para intuir el tatuaje que lucía.  Él no necesitaba verlo para recordarlo.  Lo había visto muy a menudo.

Mark le hizo un gesto en dirección a la calle 42, donde el grupo había alquilado un cuartucho.  Murmurando haberse dejado algo en la habitación, Jack se despidió de los otros dos y emprendió con Mark el camino hacia el hotel.  Entre la emoción de la noticia y la ansiedad que sentía al saber lo que les esperaba en la habitación, en un momento dado creyó que se mareaba, pero el fuerte brazo de Mark impidió que se cayera.  La expresión en su rostro al preguntarle cómo estaba hizo que se ruborizara inmediatamente.  Recuperando la compostura aseguró que estaba perfectamente y tras un par de minutos más entraron en el hotel.

Los labios de Mark buscaron los suyos con tanta urgencia que casi se les olvidó cerrar la puerta.  Notaba el sabor de su boca.  Sentía su sombra de barba rozándole la barbilla y las comisuras de los labios.  Aspiraba su almizclado olor a urgencia, a cerveza y a pasión.  Aquella chaqueta y aquel pantalón que tan bien habían lucido antes estaban, como por arte de magia, tirados en el suelo junto con los suyos propios.  Los jadeos de ambos pudieron oirse en las habitaciones contiguas, pero en ninguna de ellas había ya nadie.  Todos estaban en la calle, celebrándolo.  Y ellos dos, con su celebración particular, pasaron juntos dos horas que a Jack le parecieron 2 minutos.

—Tenemos que volver.  Éstos nos estarán buscando. —protestó Mark.
—Olvídalos.  Olvídate de todo menos de mí y del día de hoy.  Hoy cambian nuestras vidas para siempre.  Siempre nos acordaremos de este 14 de agosto.
—Sí, el Día de la Victoria.  Esto será historia.
—Sí, aunque yo lo recordaré más por momentos como éste.
—Umm. Sí, claro.  Pero no nos volvamos locos tampoco.  Esto ha sido maravilloso, no me malinterpretes, pero supongo que aquí termina todo. ¿No?
—¿Cómo que termina todo?— respondió Jack indignado. —Yo creo que es más el principio de algo que el final.
—Jack, yo tengo que volver a mi casa.  Y tú a la tuya.
—Podría mudarme a Los Angeles contigo.  A mi madre la cuida mi hermana y no está escrito en ninguna parte que tenga que volver allí.
—No digas tonterías.  No puedes mudarte conmigo.  ¿Qué clase de hombres viven juntos en un apartamento?
—Los hombres como nosotros.— respondió Jack.
—Puede que tú seas de esos hombres, Jack, pero yo no.  Me lo he pasado bien contigo, sí, pero esto ha sido sólo mientras estábamos embarcados.  Ahora que nos van a licenciar, se acabó.
—¿Y ya está?  ¿Esto es todo?  ¿Y qué vas a hacer a partir de ahora?  ¿Irte de putas?
—Igual es una buena idea.  Y tú también deberías hacerlo.  Yo creo que Sean y Richard empiezan a sospechar y no estoy dispuesto a aguantar eso.
—Y ahora me dirás que piensas casarte y sentar la cabeza.
—¡Por supuesto que sí!  Es lo que hay que hacer.  Tenía una novia en Los Angeles, tal vez no se haya casado aún.  Ella o cualquier otra, qué más da.  El caso es casarse y tener hijos.

La decepción se apoderó de Jack y un sudor frío le recorrió la espalda.  Se sentía traicionado.  Y por Mark, la persona en la que más confiaba en el mundo.  Enfadado con él y consigo mismo por haber sido tan inocente recogió su ropa y una toalla y se encaminó hacia el baño común que compartían con los demás huéspedes de la planta.  Jack pensó con ironía que la mayor parte de esos huéspedes eran prostitutas que alquilaban las habitaciones por horas.  Quizás Mark encontraría lo que buscaba sin salir del hotel.

Un rato después desfilaban sin hablar ambos marineros de nuevo en dirección a Times Square.  Encontraron a sus compañeros ya medio borrachos en la calle.  Habían cortado el tráfico en toda la plaza y cada vez había más gente.  Jack se volcó en la tarea de emborracharse a conciencia a base de whisky malo.  Cuando sintió que estaba medio aturdido paró de beber y le espetó a Mark: "¿Sabes lo que te digo?  Que eres un hipócrita.  Nunca encontrarás la felicidad donde la estás buscando".  Y diciendo esto, dio media vuelta para irse en dirección contraria.  Desafortunadamente, el casi medio litro de alcohol que llevababa en el cuerpo decidió que una media vuelta tan rápida era demasiado para él.  Terminó tropezando y por poco se cayó al suelo.  Jack no se había fijado en que los otros dos compañeros estaban delante, y su corazón se encogió al ver la expresión de Mark endurecerse.  Le pareció que el mundo se hundía sobre él cuando Sean, divertido, le preguntó a Mark que qué le pasaba y éste respondió "El muy maricón, que no sabe beber".

Jack se irguió como pudo y, tras echarse el pelo hacia atrás y colocarse de nuevo el gorro, miró desafiante a Mark.  "¿Maricón yo?" — le gritó mientras le miraba.  Y a su derecha, saliendo del metro, la vio.  Se trataba de una muchacha de unos 25 años vestida con un uniforme de enfermera.  Seguramente venía directamente del hospital a celebrar el día de la victoria a Times Square.  Sin pensárselo mucho se dirigió con paso firme y militar hacia donde ella estaba, recolocándose el uniforme para estar impecable.  Cuando llegó a la altura de la joven, y sin dudarlo, la tomó de la cintura con su mano derecha mientras con su brazo izquierdo rodaba su cuello, se inclinó hacia ella y la besó.  Fue un beso de película. 

Cuando la soltó, Jack esperó una reacción violenta por su parte, pero la chica simplemente se rió.

—Gracias por no darme una bofetada, señorita.
—Gracias por luchar por América, marinero.

Y sin decir nada más, la chica fue a reunirse con sus amigas dejando a Jack rodeado de sus compañeros y otros curiosos que le jaleaban y aplaudían.  Incluso Mark, y eso le dolió aún más.  Había terminado haciendo algo que no quería hacer por guardar las apariencias, como el propio Mark había recomendado.  Y el hecho de haberlo hecho sólo por defender su supuesta hombría delante de ellos le ponía enfermo.  Dirigió una última mirada hacia Mark y sus compañeros y se despidió de ellos, buscando con la mirada a aquella amable chica.  Recorrió aquella marea humana y no sin dificultad la encontró, esta vez sola, ajustándose una media con el pie apoyado en una boca de riego de color rojo, a juego con el carmín de sus labios.

—De modo que eso es lo que ocurrió— dijo una voz.  La chica había cambiado ante la mirada de Jack.  Ya no era aquella inocente muchacha que había besado instantes antes, sino la enfermera Nightingale, que le miraba sentada a su lado en el banco de madera de Central Park. 

—¿Cómo dice, señorita Nightingale?
—Usted y Mark.  Lleva usted hablando un buen rato sobre él y sus compañeros en Times Square, capitán.
—¿Cómo?— Jack estaba bastante nervioso ante la idea de haber contado su vida personal a alguien con quien no tenía la confianza suficiente.
—No se preocupe, capitán.  Los recuerdos son maravillosos.  Nos permiten volver a vivir experiencias intensas, tanto buenas como malas.  Y yo soy sólo una pobre enfermera.  Bastante trabajo tengo ya como para ir contándole a nadie la vida de mis pacientes.
—No estoy avergonzado, si es eso lo que piensa.  Es simplemente que no me gusta hablar de mi vida así como así.
—Si es así, no se preocupe.  Comencemos con algo sencillo.  Llámame Florence, y yo te llamaré Jack.  ¿Te parece un buen primer paso?
—Claro que sí, señorita Night...  Florence.
—Perfecto, Jack.  Ahora, cuéntame más cosas sobre Mark.  ¿Lo volviste a ver?
—No.  Aquella tarde nos separamos para no volvernos a encontrar nunca jamás.  No le guardo rencor, ni mucho menos.  Es sólo que he vivido todos estos años con la duda de si fue feliz.  Si tuvo hijos, como decía querer.  Supongo que nunca lo sabré.
—Nunca se sabe, Jack.  Nunca se sabe.  ¿Qué pasó después?  Creo que estuviste destinado en San Francisco, ¿no es así?

Sobre Central Park comenzaban a caer algunos copos de nieve mientras Jack le contaba a la enfermera su experiencia militar hasta llegar a capitán de corbeta.  Su destino en San Francisco y todo lo que vivió allí. Sin darse cuenta, los recuerdos se iban desvaneciendo de su memoria mientras los iba rememorando hasta que, arropado por ellos y por la capa blanca de aquella enfermera de Times Square, todo se fundió en blanco con la nieve que acababa de caer.  Mientras, en una residencia de veteranos en el estado de Nueva York, el sonido de un viejo despertador se dejó oir hasta que, inevitablemente, se acabó su cuerda.


Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

jueves, 13 de febrero de 2014

La ira de los Justos - La Compañía del Martillo (2)

Kurt había bromeado con que el nombre de aquel ejército debería llamarse "La compañía del martillo", pero al parecer el nombre estaba cuajando entre los veteranos paladines.  El caso es que en la Cruzada era imposible no reparar en el símbolo de Iomedae, cuya espada larga brillante era omnipresente en cualquier campamento.  La figura alada de Sarenrae también era visibles en muchos lugares.  Sin embargo el martillo y el yunque de Torag, señor de la Fragua, se veían poco.  Los enanos en general y Kurt en particular llamaban la atención sobre este hecho muchas veces, pero al haber pocos de su raza en la Cruzada y ser Torag una deidad principalmente enana el resto de los cruzados veía normal su ausencia o minorización.  De hecho, se solía confundir el símbolo con la indicación del herrero, ya que éste solía ser enano y orgulloso mostraba sus creencias en forma de pendón o bandera.

Habían salido de Kenabres por la mañana.  Kurt creyó que movilizar a cien soldados simultáneamente le costaría horas, pero aquellos eran paladines y la disciplina por la que eran famosos se notó.  En menos de una hora tras el alba estaban cabalgando hacia el Regalo de Vala, un antiguo pueblo aún a este lado de la frontera con la Herida del Mundo.  Estaban ya montando el campamento para pasar la noche cuando Kurt vio a Aron sentado cerca de un fuego.  Parecía absorto sacando brillo a su equipo mientras consultaba algunos pergaminos.

-¿Te importa si me siento un rato, Aron?
-Claro que no, comandante.

Aron hizo además de levantarse y cuadrarse, pero detectó en el tono de Kurt que no se trataba de nada oficial.  Comprobando que no había nadie más presente, se relajó y siguió puliendo su equipo mientras lo miraba con aire interrogante.

-De modo que eres experto en obras de ingeniería enana.  Es algo raro que un humano encuentre interesante nuestro modo de construcción, sobre todo por la paciencia que requiere. 
-Trato de aprender de los mejores, Kurt.  Siempre he sentido simpatía por los enanos.  Todo lo que construís es tan... sólido.  Y no sólo la arquitectura, sino la artesanía y la herrería.
-Si quieres que algo dure, encárgaselo a un enano.  Si quieres que además sea elaborado, busca a un enano artesano.
-¿Y eso qué se supone que significa?
-Que todos nosotros aprendemos los rudimentos de la piedra y el metal.  Hasta los enanos más intelectuales y recluídos tienen conocimientos básicos, y se dice que cualquier cosa que hacemos tiende a perdurar como la roca de la que venimos.  Pero cualquier artesano enano te confirmará que no dejan que una pieza sea simple y tosca.  Nos gusta lo intrincado y elaborado, siempre que no interfiera con lo funcional.  Un hacha puede tener el mango labrado y un martillo tener runas esculpidas, pero ante todo el hacha ha de estar afilada y el martillo equilibrado.
-Pues espera, porque aquí tengo algo que creo que te gustará.

Aron rebuscó en su mochila y sacó de ella un objeto circular.  Sería como un anillo grande o un brazalete pequeño, hecho de madera con símbolos indudablemente enanos en su perímetro.

-Toma, es para ti.  A mí no me quedaría bien de todos modos.
-Muchas gracias, Aron, de verdad.  Es precioso.  ¿De dónde lo has sacado?
-Lo encontré por ahí.  No recuerdo dónde.

Kurt se ajustó el aro a la barba con la misma soltura que otro se habría puesto un prendedor o un broche.  La verdad es que una de las debilidades de Kurt eran ese tipo de abalorios.  Había heredado algunos de su padre pero el despiste y el entrenamiento en el templo le habían hecho perder casi todos.  Agradeciéndole de nuevo el detalle, Kurt se despidió de Aron estrechando su mano, y al hacerlo notó en ella un perceptible temblor.

La intimidad es algo importante para todos los enanos, de modo que decidió tomar nota mental de ese temblor pero no preguntar por él.  Consideró que si fuera algo importante por lo que él debiera preocuparse, Aron se lo contaría llegado el momento.  Reflexionando sobre esto, Kurt volvió a su tienda para dormir, tras organizar las guardias de la noche.


Al día siguiente la compañía llegó al Regalo de Vala, una población fronteriza con la Herida del Mundo en la que esperaban recabar algunos víveres.  Lo que vieron allí le heló la sangre en las venas hasta al más veterano.  Los edificios principales del poblado estaban salpicados todos de sangre, vísceras y algunas otras sustancias que se negaron a intentar reconocer.  Al parecer había ocurrido allí una escabechina considerable y no había supervivientes.  Tampoco había cuerpos, más allá de los restos que decoraban las fachadas. 

La inquietud se apoderó del ejército cuando Kurt dio una orden que sabía que le haría descender en popularidad: el ejército debía rebuscar entre los restos del poblado para rescatar los materiales y comida que pudiera.  Los cruzados iban a negarse a hacerlo cuando un improvisado discurso sobre las necesidades desesperadas y el hecho de que aquello que no recogieran se quedaría para que los demonios lo utilizasen les hizo cambiar de opinión.  Algo abatidos, los soldados realizaron una batida por el poblado, mascullando en ocasiones maldiciones impropias de los paladines.  Situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas.

Dos días más tarde el ejército llegó al Vado de Vilareth y allí es donde Kurt puso a prueba sus habilidades de mando y tácticas de combate.  El puesto de vigilancia del vado, tradicionalmente guardado por una guarnición de cruzados, estaba tomado por un regimiento de tiflines.  Los semidemonios no vieron lo que se les echó encima.  Gracias a la habilidad de Anevia y Aron que reconocieron el terreno antes de la llegada de la tropa, Kurt y sus aliados pudieron realizar una maniobra envolvente pillando a los tiflines por sorpresa.  El vado volvía a ser un paso seguro y además el ejército de Kenabres había conseguido liberar de su prisión a los miembros de la antigua guarnición de defensa liderada por Kamillo Dann.  Kamillo era una seguidora de Sarenrae y, agradecida por el rescate, puso al servicio de la Compañía su contingente.  En la tienda de mando, el voto fue unánime: no merecía la pena defender el vado si la misión en Drezen no tenía éxito, de modo que los hombres y mujeres rescatados serían incorporados a los suyos como refuerzo y abandonarían el vado al día siguiente en dirección al Cañón del Guardían, un puesto fronterizo que colgaba del cauce ahora seco del río y donde sabían que encontrarían una oposición demoniaca considerable.


-¿Me has mandado llamar, Comandante?- la rasposa voz de la Irabeth, la paladina semiorca, se oyó por la tienda de mando.
-Sí, adelante.  Siéntate.
-Sólo un momento, Kurt.  Tengo tarea por hacer en el campamento.
-Esto...  Irabeth...   Tú estuvieste al mando de la defensa de Kenabres en el ataque, ¿no es cierto?
-Sabes que sí.
-Y en ese tiempo, la resistencia, los cruzados que quedaban defendiendo Kenabres...  ¿Nunca dudaron de tu liderazgo?
-Bueno, la verdad es que la gente de Kenabres ya me conoce.  Yo descubrí a Staunton Vein y su complot.  Soy una figura conocida en la ciudad.  Era lógico que me encargase de la defensa, siendo además el oficial de mayor rango presente.
-Sí, claro.  ¿Y tuviste que tomar decisiones difíciles?  ¿Decisiones con las que los cruzados no estaban de acuerdo?
-Por supuesto.  Cuando uno está al mando no puede satisfacer a todo el mundo, ni muchísimo menos.  Incluso a veces tuve que tomar decisiones sin casi apoyos, que no sólo no satisfacían a la mayoría sino que eran apoyadas por una exigua minoría.  En esos casos es cuando hay que tirar de rango, Kurt.  Todos sabemos que esto no es una democracia sino un ejército.  Las órdenes se dan y se cumplen.  Lo sabes tú, que estás al mano, y lo saben los que te tienen que obedecer.  ¿Tiene esto que ver con la orden de registrar el pueblo en busca de bienes y comida?
-Entre otras cosas.  Sé sincera, Irabeth.  ¿Lo estoy haciendo bien?  ¿Estoy cumpliendo las espectativas?
-Claro que sí, Kurt.  Eres un comandante muy bueno.  No sólo discutes la estrategia con tu gente de confianza, yo entre ellos, sino que confías en las habilidades de tus mandos intermedios.  No tratas de controlar todos y cada uno de los movimientos sino que indicas la dirección en la que hay que ir.  Estás haciendo una gran labor.
-Me quitas un peso de encima.  Tengo muchas dudas, Irabeth.
-Si no las tuvieras no serías un buen líder.  Sólo los necios están siempre seguros de lo que hacen.  Me gusta que sopeses la posibilidad de estar equivocándote, y es sabio que consultes con los demás, pero recuerda que cuando das órdenes a la tropa tienes que tener seguridad, como hace un rato.

Irabeth y Kurt siguieron hablando un rato mientras Kairon y Beloc asignaban las patrullas para la noche.  Los demonios podrían volver y tendrían que estar preparados.  Antes de ir a dormir, Kurt se dio una vuelta por el campamento.  Era una especie de hábito que había desarrollado con los días y con ello le daba la impresión de que conocía mejor a aquellos guerreros sagrados que iban a poner su vida en juego por la misión.  Tal y como decía Sosiel, el clérigo de Shelyn que los acompañaba, "la aceptación es difícil, pero no se consigue distanciándose de los demás".  Mientras paseaba por el campamento, saludando a varios de los cruzados, mantenía en la mano un tocón de madera y un pequeño cuchillo con el que trataba de tallar alguna figura: un símbolo, un caballero con su escudo, un árbol retorcido...  Kurt expresaba así tanto su melancolía como sus necesidades artísticas.  Como le había dicho a Aron anteriormente, todos los enanos son artesanos.