lunes, 17 de marzo de 2014

Relato: Un cuento sin moraleja

De nuevo en la brecha, amigos míos.  Esta vez os traigo un relato muy especial para mí.  El reto en esta ocasión era escribir un relato con las siguientes condiciones:
  • El título debía ser "Un cuento sin moraleja"
  • Debía comenzar con la frase "Un hombre vendía gritos y palabras"
  • Debía terminar con la frase " pero los gritos resuenan de vez en cuando en las esquinas"
Dejé volar mi imaginación, sin saber que esas condiciones correspondían a un relato ya existente de Julio Cortázar.  El original cuyas frases inspiraron a mi profesor lo podéis encontrar aquí.  El mío no tiene nada que ver, y no leí el original hasta haber compuesto el mío para no viciarme. 


Además, se da la circunstancia de que el otro día le hicimos una fiesta sorpresa a mi tío por su jubilación.  Además del regalo conjunto que hicimos los familiares, yo aproveché y le regalé este relato.  Es para él, con todo mi cariño.  Espero que no le importe que también lo comparta con vosotros.  Os dejo con...


Cuento sin moraleja

Un hombre vendía gritos y palabras en un tenderete montado a pocos metros de mi portal.  Hace algunos meses llegaba yo a mi casa cuando lo vi por primera vez.  Se trataba de un tipo alto y delgado que se ubicaba tras un tablón de contrachapado apoyado en dos caballetes.  Llevaba el pelo despeinado, de color café a juego con el tono moreno de su piel.  A juzgar por las incipientes canas y las arrugas alrededor de los párpados yo le echaría unos cincuenta y tantos.  Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos marrones, que miraban muy abiertos desde la lejanía, como si temieran perderse algún detalle de la calle. 

Cuando me vio llegar, el vendedor me señaló los carteles en los que se anunciaba: "Gritos, palabras, versos y frases sueltas a granel".  Se veía por su chaqueta desgastada que no debía de funcionarle muy bien el negocio.  La verdad es que me pareció tan original el puestecillo que le pregunté:

–Si te compro unas palabras, ¿qué hago yo luego con ellas?
–Bueno, eso depende.  Si me dices para qué las quieres podré diseñarlas específicamente, pero si no quieres decírmelo haré lo posible para que queden lo más ambiguas posible.  Así podrás usarlas en más de una ocasión.
–No sé si quiero unas palabras ambiguas.  Eso es como hacer trampa, ¿no crees?
–Un poco sí.  Yo siempre he creído que hay que usar las palabras justas para cada ocasión.  Ni más, ni menos ni otras distintas.  Pero claro, si las quieres usar más de una vez o para algo muy privado que no quieras contarme, no hay otro modo.
–¿Y los gritos?  ¿Para qué querría yo unos gritos? – le seguí la broma a ver a dónde me llevaba.
–Los gritos son importantísimos.  Casi tanto como los versos y los susurros.  Imagínate que estás en una estación de metro abarrotada y a lo lejos ves a alguien conocido.  Yo qué sé, un antiguo compañero del colegio o una antigua novia tuya.  Tienes menos de cinco segundos para llamar su atención.  Si tienes el grito apropiado, lo consigues al momento.  Si dudas o si gritas algo inadecuado que no llame su atención habrás perdido la oportunidad.  O peor aún.  Imagina un grito de aviso que no se te ocurra a tiempo.  Como te digo, son imprescindibles.
–¿Y si no llego a usar nunca las palabras?
–Se siente, no hay devolución.  De todos modos, siempre es bueno tener palabras preparadas.  Por si acaso.
–Pues no lo había pensado.  ¿Por cuánto me venderías, por ejemplo, unas palabras de amor?

El vendedor de palabras se me quedó mirando como estudiándome.  Supongo que estaría pensándose cuánto cobrarme.  O tal vez valorando lo mucho o poco que yo necesitaba esas palabras.  Oferta y demanda, esas cosas de mercado.

–Diez euros, si conoces ya a la afortunada destinataria de esas palabras.  Si no la conoces aún será más caro.
–¿Y eso? Qué injusto...
–De injusto nada.  ¿Tú sabes lo complicado que es inventar palabras para un desconocido?  ¿Y si luego no te sirven?  Vendrás a reclamarme a mí.  Y yo quiero clientes satisfechos.  Precisamente el boca a boca es esencial en esta línea de negocio.
–Supongamos entonces que la conozco.  ¿Te tendría que describir a esa chica?
–No entiendes mucho de esto, ¿verdad?  Tienes que describirte a ti mismo cuando piensas en ella, no su aspecto físico.  Si no las palabras no tienen efecto.  Es como si le describes a un espejo tu propio aspecto.  Sólo le dirías obviedades, y supongo que no te estás refiriendo a una chica superficial que se conforme con eso, ya que decías que querías palabras de amor.  Tengo algunos piropos más baratos si quieres, pero suenan algo zafios.
–No, claro que no.  Serían palabras de amor.  Es una chica maravillosa, pero creo que no me ve a mí igual que yo a ella.
–Obviamente.  Pero vamos a intentar cambiar eso, ¿de acuerdo?  Cuéntame qué notas cuando la miras.
–No sé... –dije vagamente– un cosquilleo un el estómago.  Una sensación como de ansiedad que sólo se alivia cuando me habla.  Una sed que no se apaga más que con su sonrisa y una paz que me llena con su mirada.
–Ahí tienes tus palabras.  Son diez euros.
–Pero no vale.  Esas palabras la he dicho yo y no tú.
–¿Se te habrían ocurrido a ti solo?  ¿Seguro?  Sé honesto.
–No, la verdad es que yo nunca las habría dicho, pero al parecer son las apropiadas.  Qué extraño.

Reflexioné sobre esto mientras, un poco por agradecerle su entretenimiento y un poco por lástima, le di los diez euros.  Fue algo muy raro, porque de verdad pensé que se los debía, cuando a todas luces él no había hecho nada para ganárselos.  Algo confundido subí las escaleras hasta mi piso pensando en que tenía que quedar con Alicia.

Al día siguiente él seguía allí, en su pequeño puesto tratándole de vender un grito de fervor a un hincha de un equipo de fútbol.  Me preguntó si conservaba aún mis palabras, y le dije que sí.  Él me insistió en que las usase en cuanto pudiera, pues las palabras de amor, según él, tienen fecha de caducidad.  El tipo era muy simpático, de modo que le invité a un café en el bar y me fui hacia mi cita de muy buen humor.

Todo salió a pedir de boca.  Alicia estaba guapísima con un jersey nuevo de lana rojo con escote en pico.  Bajo el jersey asomaba una blusa blanca y al cuello llevaba una graciosa gargantilla con una figura de latón colgando.  Y por supuesto, su eterna sonrisa.  Estuvimos dando una vuelta por el Madrid antiguo, tomamos chocolate con churros en una cafetería y ya enfilábamos hacia Sol, donde habíamos quedado con más gente, cuando de repente, sin saber muy bien por qué, repetí las palabras que le había comprado a aquel vendedor.

Nunca me había a atrevido a decirle nada y siempre habíamos quedado como amigos, pero algo pasaba con aquellas palabras.  Me quemaban en la mente y en el corazón y, sin pensarlo, se las dije a ella. Alicia me miró asombrada, como alucinada.  Y claro, acababa de gastar las palabras que tenía y no sabía si se podían usar más de una vez, de modo que en lugar de seguir hablando le cogí la mano y, viendo que no me rechazaba, me acerqué lentamente a sus labios y los besé.  Ella me devolvió el beso y, tras varios minutos, ambos decidimos que en lugar de ir a Sol con nuestro grupo de amigos preferíamos seguir paseando juntos.

–Tendríamos que avisarles.  Nos estarán esperando –decía Alicia.
–¿Y qué les decimos?
–¿No se te ocurre nada?
–Ahora mismo no, pero mañana sin falta tendré las palabras adecuadas.  Créeme.

A la mañana siguiente pasé por el tenderete y le conté con pelos y señales al vendedor cómo se había desarrollado la tarde.  Cuando llegué al momento del plantón me dijo:

–Así que vienes a por unas palabras de disculpa, ¿no?
–Sí, si no te importa.  Las necesito urgentemente.
–¿No preferirías unas palabras de excusa?  Las tengo baratas, en oferta.  Se han usado ya, ¿sabes? Pero igual no te importa.
–Hombre, no.  Yo quiero una disculpa sentida.
–Pues eso no es barato, amigo mío. ¿Te imaginas por qué?
–Pues no caigo.
–Son caras porque no las sientes de verdad.  ¿O me vas a decir que mientras estabas pelando la pava con tu amiga echabais mucho de menos al resto de vuestros amigos?  ¿Sientes de verdad haberles dado plantón?
–No. La verdad es que no.  ¿Qué me sugieres entonces?
–Mira, como eres un chaval majo y un buen cliente, te voy a dar unas palabras de sinceridad.  ¿Crees que te bastarán?
–Espero que sí.  Lo que no quiero es que Rafa se moleste.  Somos amigos desde hace años, ¿sabes?
–Entonces él tiene que entender que este caso es excepcional, que el motivo era lo suficientemente importante.
–Sí.  Y es que lo era.  Alicia y yo nos pasamos toda la noche hablando de nosotros, de nuestras manías y aficiones.  Él tiene que entenderlo porque siempre está diciendo que no doy el primer paso nunca con las chicas y sabe que Alicia me vuelve loco, porque yo a Rafa se lo cuento todo.  Sabe que es importante para mí, y que no le habría dejado tirado si no fuera así.  Me tiene que perdonar, que los amigos se perdonan estas cosas.
–Ahí las tienes.  Ésas son tus palabras.
–¡Caramba!  Pues creo que sí que bastarán.  ¿Qué te debo?
–A esta ronda invita la casa.  Eso sí, ten cuidado con las palabras honestas.  Tienden a salir en momentos inoportunos así que piénsalo bien antes de usarlas, que pueden hacer daño.
–Claro, y yo lo que no quiero es hacerle daño a Rafa.
–No, bobo.  Te pueden hacer daño a ti al decirlas.  Por eso es tan complicado ser sincero, porque sabemos que al serlo podemos hacernos daño.  Hay que ser muy valiente para decir la verdad, te lo digo yo que de esto sé mucho.

Rafa lo entendió perfectamente.  Habíamos hablado por teléfono y le dije que prefería hablar en persona y explicarle por qué no había acudido el día anterior.  Tal y como me había prevenido el vendedor, notaba como las palabras querían salir solas, impacientes por pronunciarse y justificarse.  Me contuve un poco y esperé al momento adecuado, cuando ya estábamos tomando una caña en el bar.  Las palabras salieron fluidas y tranquilas.  Sabía que él las entendería porque es mi mejor amigo.  Me hizo un montón de preguntas sobre detalles que, obviamente, no le di.  No porque me las diera de caballero discreto sino porque en realidad me daba un poco de vergüenza.  Tres horas más tarde seguíamos siendo amigos y Rafa se alegraba sinceramente por mí.  Fue un gran alivio.

Pasaron un par de semanas y cada día que pasaba trataba de hablar un rato con el vendedor.  No siempre le compraba, pero hablábamos mucho.  Le quise comprar unos versos, pero él me hizo cambiar de idea.  Por lo visto sólo los vendía a determinadas personas, y como yo ya sabía que las palabras eran muy suyas y tendían a pronunciarse como ellas querían, no insistí.  Nunca fui muy poeta y la verdad es que no quería exponerme a quedar ridículo.  Temía que al pronunciarlos, los versos me hicieran quedar mal.  Como de novato, o algo así.  En su lugar le compré por precaución algunas palabras de apoyo y un par de ocurrencias graciosas sobre ella.  Si alguna vez Alicia tenía un mal día podría usarlas para levantarle el ánimo.

Pero inesperadamente, todo terminó.  Ocurrió una tarde, cuando yo volvía a casa con la intención de tomarme un café con el vendedor y revisar su género.  En el lugar donde hasta entonces había estado su tenderete vi uno de los caballetes volcado.  No me costó localizar el tablón de contrachapado apoyado en una columna, al lado de varios carteles que se deshacían poco a poco en un charco de agua sucia.  Oí los gritos calle abajo y me apresuré.  A medida que avanzaba por la calle me encontraba con toda su mercancía tirada, a disposición de todo el mundo.  Una señora se había apropiado ya de varios tópicos rancios que, según me había comentado el vendedor en una ocasión, tenían mucha salida: "Se veía venir", "Es que no se puede salir a la calle", "Qué tiempos nos toca vivir".  Un anciano vestido con un traje de corte antiguo estaba por la labor de recoger varias frases de cortesía que habían ido a parar bajo los pies de algunos transeúntes.  "Disculpe, ¿le importa?" "Si fuera tan amable de levantar el pie..."

Por mucho que lo intenté, no alcancé al vendedor.  La señora que se había apropiado de los tópicos me dijo que se lo había llevado la policía.  "Pero si no hacía daño a nadie.  ¿No tienen nada mejor que hacer con la de delitos que se comenten a diario?" dije recogiendo una frase usada que sin duda se le había caído a ella.  Por toda la calle la gente se apresuraba a recoger alabanzas, algunos versos y en general, las palabras que les hacían más gracia o pensaban que eran más apropiadas.

Nunca supe qué fue de aquel vendedor, y con el tiempo todo el vecindario lo olvidó.  Todos menos Alicia y yo, que ahora vive conmigo en mi piso.  Ya no nos hace falta el vendedor, pero sabemos de un montón de gente que no sabe qué decirse en cada ocasión.  Es por eso que por las tardes, mientras nos tomamos un café en el bar, seleccionamos con cuidado palabras y frases que creemos que la gente va a necesitar y las dejamos sueltas por la calle.  Ellas mismas saben a donde tienen que ir y dónde son más necesarias.  Como somos simples aficionados, no nos atrevemos a cobrar por este servicio.  Simplemente las dejamos volar y muchas veces no sabemos a dónde van o quién se las queda.  El caso es que desaparecen, con lo que suponemos que alguien las aprovecha. En ocasiones, por la noche, echamos de menos alguna de esas palabras, pero luego vemos que el barrio es un poco mejor gracias a nosotros.  Los vecinos hablan más entre ellos, aunque sea por probar las frases que se encuentran accidentalmente.  Mientras soltamos las frases en la calle, Alicia y yo vemos como las palabras se las llevaba el viento, pero los gritos resuenan de vez en cuando en las esquinas.


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