miércoles, 23 de abril de 2014

Relato: El quijote de Lavapiés

En esta ocasión, nuestro profesor nos pidió que escribiéramos algo basándonos en El Quijote, con motivo del Día del Libro.

Opté por actualizar un capítulo que no fuese el de los molinos y gigantes, que me parecía demasiado tópico.  Espero que os guste.

El quijote de Lavapiés
 
–Vamos, Paco, que a este paso no llegamos.
–No me agobies, tío, que acabo de comer. ¿Qué quieres, que termine echando la pota como Messi?
–Si es que te pones tibio de comer y luego pasa lo que pasa, amiguete.  Aprende de mí, que no he comido y aquí estoy, tan tranquilo.  Luego me pasaré por el súper de Dulce y trataré de convencerla para que me deje pasar con algunas cosas.  Al fin y al cabo se trata de una cadena de supermercados y son cómplices de la explotación de los trabajadores.  Seguro que ella está de acuerdo en hacer la vista gorda si de repente aparezco con algunas cosillas bajo la chaqueta.
–La última vez te mandó a la mierda, tú mismo.

Alonso decidió no continuar la conversación y apretó el paso, sabiendo que dejaba a su compañero a un par de zancadas de distancia.  A lo lejos se distinguía ya el tumulto de la manifestación convocada por algunos grupos antisistema con los que estaba en contacto.  Honestamente, no recordaba el motivo por el que se protestaba, pero eso era lo de menos.  Desde que empezó a leer en internet innumerables foros sobre la injusticia del capital y la opresión de la clase trabajadora, Alonso se propuso luchar con ellos desde las calles, en todas las manifestaciones y encuentros convocados.

La concentración no tardó en salirse de madre y a los veinte minutos estaban ya los ánimos crispados.  La policía había detenido a unos cuantos participantes y los tenía retenidos en una de las "lecheras", mientras que el resto se la jugaba acercándose de vez en cuando a los antidisturbios y retrocediendo cuando éstos amenazaban con cargar.  Al ver cómo la policía identificaba a los que consideraba sus compañeros, Alonso se fue abriendo camino entre la multitud, apartando capuchas, pañuelos palestinos y pasamontañas. 

Al llegar a la primera línea, trató de llamar la atención de uno de los agentes y, con toda la calma que pudo, trató de convencerle de que dejasen en paz a aquellos chicos.

–A ver, ¿qué es lo que han hecho?  ¿Les han atacado?  Unos chavalillos inocentes contra policías armados, hombre...
–Ya está aquí el tocapelotas de turno.  ¿Les quieres hacer compañía en la furgona o qué?
–Lo que quiero es que los dejen tranquilos, que seguro que no han hecho nada y los están ustedes acojonando ahí dentro.
–¿Nada? Mira, flipao, te voy a contar las minucias que han hecho, a ver si te parecen tonterías.  Para empezar, el primero de ellos era un deportista del Copón, porque estaba practicando el lanzamiento de peso con un adoquín de la acera.  Apuntándonos a nosotros, claro, no va a ser a los otros.  Al segundo le hemos tomado la filiación por tener un carácter fogoso.  Tan fogoso que le hemos confiscado de la mochila material para hacer cócteles Molotov, que él insiste que estaban ahí por casualidad.  ¿Sigo?
–Siga usted, oficial, que de momento todo lo que me está contando es circunstancial.
–Circunstancial tu puta madre.
–No se altere, hombre.  Siga contando...
–Pues otro está dentro precisamente por pico–de–oro.  Menudas joyitas nos ha soltado acerca de nuestras madres y sus profesiones.  Un artista del insulto, te lo digo yo.
–Eso no es para tanto.  Entienda que la gente se altera por estas cosas.  ¿No será que tienen una cuota de arrestos y tienen que cumplirla?
–Mira, pringao, me estás tocando lo que no suena y no me queda paciencia.  ¿Quieres hacerles compañía?  Aún hay sitio en la lechera...

Alonso miró a su alrededor y vio que el último comentario del agente había alertado a algunos de sus compañeros, que miraban en su dirección.  Sabía lo que tenía que hacer y no tenía miedo de hacerlo.  Sus compañeros de ideales estaban retenidos por las mismas fuerzas contra las que combatían y la manera de ayudarles era poner en marcha el plan que había ideado anteriormente.  Un plan con el que Paco no había estado muy de acuerdo en un principio pero que, según le había dicho a su inseparable compañero, tenía que funcionar. Esperando estar a la altura de las circunstancias, Alonso comenzó a gritar mientras se desplazaba en dirección a la parte frontal de la furgoneta.

–¡Represores! ¡Sois los instrumentos del régimen opresor y fascista!  ¡Sois traidores a la causa ciudadana!

Jaleados por aquellos gritos, los demás manifestantes se animaron y corearon las consignas en la misma dirección en la que se encontraba Alonso.  Las vallas de seguridad eran zarandeadas delante de los agentes, que volvieron a colocarse el casco protector y sacaron las porras.  En lugar de intimidar a la turba, aquel gesto la animó más y frente a todos los manifestantes, Alonso gritaba el primero llamándoles "perros de presa", "traidores a la ciudadanía" y demás lindezas.

Mientras, discretamente, Paco se deslizó hacia la parte posterior de la furgoneta y abrió el portón despacio.  Dentro encontró a aquellos tres chicos cuya expresión pasó de triste derrota a franca confusión cuando vieron que el que abría la puerta no era un policía sino un tipo grandote, con vaqueros y una camiseta de Los Ramones.  Paco se llevó un dedo a los labios indicando silencio y les hizo una seña para que salieran.  Afortunadamente, no estaban esposados y pudieron abandonar el vehículo con discreción.  Lamentablemente, cuando el último de ellos salía, un agente los descubrió y dio la alarma:

–Pero... ¿Quién cojones se ha dejado abierta la puerta del furgón? ¡Atención, que se escapan los detenidos!

Descubierto ya su subterfugio, los tres detenidos y Paco echaron a correr con la intención de saltar el cordón de seguridad.  Los agentes trataron de cortarles el paso, pero otro grupo de manifestantes se dedicó a arrojarles piedras y el tiempo que perdieron alzando los escudos para protegerse fue suficiente para que los fugitivos se perdiesen en la multitud.

Mientras tanto, Alonso era detenido y esposado por el policía con el que había estado hablando anteriormente.

–Ya estás contento, ¿no?  Ahora te va a caer un puro que te vas a cagar.  Obstrucción a la justicia y agresión a un oficial de policía...
–Yo no he agredido a nadie, agente.  Yo sólo estaba hablando con usted.
–Claro, y tu amigo el grandullón mientras tanto abriendo la jaula para que se escapen los leones.
–No pueden ustedes demostrar nada de eso.  Yo a ese tipo no lo conozco, sólo pueden decir que yo estuve hablando con usted y que, en un momento dado, la multitud se exaltó.  Nada más.
–No te preocupes, pipiolo, que luego tú y yo hablaremos.  Tú, yo y unos amigos más, que querrán hacerte algunas preguntas– dijo el oficial mientras acariciaba su porra.
–Espero que no me esté usted amenazando...  ¡Ay!

Una piedra había volado desde algún punto de la manifestación, probablemente apuntando al policía.  La mala fortuna o la mala puntería del agresor habían hecho que la piedra fuese a dar directamente a la cabeza de Alonso, provocándole una brecha.  El policía se giró e instintivamente alzó su escudo justo a tiempo para evitar que otra piedra le impactase.

–A cubierto, chaval.  Ahora vas a agradecer que estemos aquí– dijo que agente cubriendo a ambos–.  A la furgona, arreando.  Cago-en-su-puta-madre con los antisistema estos...

El agente lo escoltó al interior de la furgoneta mientras el resto de sus compañeros se preparaba para hacer una carga que disolviera de una vez aquel tumulto.  En el trayecto le llovieron varias piedras y, aunque el escudo les protegió la cabeza, Alonso llegó dolorido por algunos impactos en las piernas y en un brazo.  Cuando ya estaban subiendo, el oficial le hizo un gesto para que mirase en una dirección.  Cuando Alonso miró, vio cómo uno de los chavales a los que había ayudado antes se disponía a lanzarles un adoquín de la acera.  Gracias a Dios, la puntería del tipo era nefasta, y sólo consiguió que el proyectil le cayese en un pie.

Dolorido y magullado, Alonso entró esposado en el furgón, donde el policía le espetó:

–¿Ves, tontolaba?  Cría cuervos, decían en mi pueblo.  Y lo peor es que al que hemos cogido es a ti, por tonto, que eres el más civilizado de entre estos cabrones.  Ya has visto cómo las gastan, así que piénsatelo bien la próxima vez, porque de aquí vamos a comisaría.

Una hora después, la furgoneta arrancaba con destino a la comisaría del distrito, y al día siguiente Paco y Dulce pagaron la fianza ordenada por el juez.  Al salir del calabozo, humillado, dolorido y contrariado, Alonso mostraba sin embargo una sonrisa.  La sonrisa del que, pese a todo, cree haber hecho lo correcto.

Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

lunes, 17 de marzo de 2014

Relato: Un cuento sin moraleja

De nuevo en la brecha, amigos míos.  Esta vez os traigo un relato muy especial para mí.  El reto en esta ocasión era escribir un relato con las siguientes condiciones:
  • El título debía ser "Un cuento sin moraleja"
  • Debía comenzar con la frase "Un hombre vendía gritos y palabras"
  • Debía terminar con la frase " pero los gritos resuenan de vez en cuando en las esquinas"
Dejé volar mi imaginación, sin saber que esas condiciones correspondían a un relato ya existente de Julio Cortázar.  El original cuyas frases inspiraron a mi profesor lo podéis encontrar aquí.  El mío no tiene nada que ver, y no leí el original hasta haber compuesto el mío para no viciarme. 


Además, se da la circunstancia de que el otro día le hicimos una fiesta sorpresa a mi tío por su jubilación.  Además del regalo conjunto que hicimos los familiares, yo aproveché y le regalé este relato.  Es para él, con todo mi cariño.  Espero que no le importe que también lo comparta con vosotros.  Os dejo con...


Cuento sin moraleja

Un hombre vendía gritos y palabras en un tenderete montado a pocos metros de mi portal.  Hace algunos meses llegaba yo a mi casa cuando lo vi por primera vez.  Se trataba de un tipo alto y delgado que se ubicaba tras un tablón de contrachapado apoyado en dos caballetes.  Llevaba el pelo despeinado, de color café a juego con el tono moreno de su piel.  A juzgar por las incipientes canas y las arrugas alrededor de los párpados yo le echaría unos cincuenta y tantos.  Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos marrones, que miraban muy abiertos desde la lejanía, como si temieran perderse algún detalle de la calle. 

Cuando me vio llegar, el vendedor me señaló los carteles en los que se anunciaba: "Gritos, palabras, versos y frases sueltas a granel".  Se veía por su chaqueta desgastada que no debía de funcionarle muy bien el negocio.  La verdad es que me pareció tan original el puestecillo que le pregunté:

–Si te compro unas palabras, ¿qué hago yo luego con ellas?
–Bueno, eso depende.  Si me dices para qué las quieres podré diseñarlas específicamente, pero si no quieres decírmelo haré lo posible para que queden lo más ambiguas posible.  Así podrás usarlas en más de una ocasión.
–No sé si quiero unas palabras ambiguas.  Eso es como hacer trampa, ¿no crees?
–Un poco sí.  Yo siempre he creído que hay que usar las palabras justas para cada ocasión.  Ni más, ni menos ni otras distintas.  Pero claro, si las quieres usar más de una vez o para algo muy privado que no quieras contarme, no hay otro modo.
–¿Y los gritos?  ¿Para qué querría yo unos gritos? – le seguí la broma a ver a dónde me llevaba.
–Los gritos son importantísimos.  Casi tanto como los versos y los susurros.  Imagínate que estás en una estación de metro abarrotada y a lo lejos ves a alguien conocido.  Yo qué sé, un antiguo compañero del colegio o una antigua novia tuya.  Tienes menos de cinco segundos para llamar su atención.  Si tienes el grito apropiado, lo consigues al momento.  Si dudas o si gritas algo inadecuado que no llame su atención habrás perdido la oportunidad.  O peor aún.  Imagina un grito de aviso que no se te ocurra a tiempo.  Como te digo, son imprescindibles.
–¿Y si no llego a usar nunca las palabras?
–Se siente, no hay devolución.  De todos modos, siempre es bueno tener palabras preparadas.  Por si acaso.
–Pues no lo había pensado.  ¿Por cuánto me venderías, por ejemplo, unas palabras de amor?

El vendedor de palabras se me quedó mirando como estudiándome.  Supongo que estaría pensándose cuánto cobrarme.  O tal vez valorando lo mucho o poco que yo necesitaba esas palabras.  Oferta y demanda, esas cosas de mercado.

–Diez euros, si conoces ya a la afortunada destinataria de esas palabras.  Si no la conoces aún será más caro.
–¿Y eso? Qué injusto...
–De injusto nada.  ¿Tú sabes lo complicado que es inventar palabras para un desconocido?  ¿Y si luego no te sirven?  Vendrás a reclamarme a mí.  Y yo quiero clientes satisfechos.  Precisamente el boca a boca es esencial en esta línea de negocio.
–Supongamos entonces que la conozco.  ¿Te tendría que describir a esa chica?
–No entiendes mucho de esto, ¿verdad?  Tienes que describirte a ti mismo cuando piensas en ella, no su aspecto físico.  Si no las palabras no tienen efecto.  Es como si le describes a un espejo tu propio aspecto.  Sólo le dirías obviedades, y supongo que no te estás refiriendo a una chica superficial que se conforme con eso, ya que decías que querías palabras de amor.  Tengo algunos piropos más baratos si quieres, pero suenan algo zafios.
–No, claro que no.  Serían palabras de amor.  Es una chica maravillosa, pero creo que no me ve a mí igual que yo a ella.
–Obviamente.  Pero vamos a intentar cambiar eso, ¿de acuerdo?  Cuéntame qué notas cuando la miras.
–No sé... –dije vagamente– un cosquilleo un el estómago.  Una sensación como de ansiedad que sólo se alivia cuando me habla.  Una sed que no se apaga más que con su sonrisa y una paz que me llena con su mirada.
–Ahí tienes tus palabras.  Son diez euros.
–Pero no vale.  Esas palabras la he dicho yo y no tú.
–¿Se te habrían ocurrido a ti solo?  ¿Seguro?  Sé honesto.
–No, la verdad es que yo nunca las habría dicho, pero al parecer son las apropiadas.  Qué extraño.

Reflexioné sobre esto mientras, un poco por agradecerle su entretenimiento y un poco por lástima, le di los diez euros.  Fue algo muy raro, porque de verdad pensé que se los debía, cuando a todas luces él no había hecho nada para ganárselos.  Algo confundido subí las escaleras hasta mi piso pensando en que tenía que quedar con Alicia.

Al día siguiente él seguía allí, en su pequeño puesto tratándole de vender un grito de fervor a un hincha de un equipo de fútbol.  Me preguntó si conservaba aún mis palabras, y le dije que sí.  Él me insistió en que las usase en cuanto pudiera, pues las palabras de amor, según él, tienen fecha de caducidad.  El tipo era muy simpático, de modo que le invité a un café en el bar y me fui hacia mi cita de muy buen humor.

Todo salió a pedir de boca.  Alicia estaba guapísima con un jersey nuevo de lana rojo con escote en pico.  Bajo el jersey asomaba una blusa blanca y al cuello llevaba una graciosa gargantilla con una figura de latón colgando.  Y por supuesto, su eterna sonrisa.  Estuvimos dando una vuelta por el Madrid antiguo, tomamos chocolate con churros en una cafetería y ya enfilábamos hacia Sol, donde habíamos quedado con más gente, cuando de repente, sin saber muy bien por qué, repetí las palabras que le había comprado a aquel vendedor.

Nunca me había a atrevido a decirle nada y siempre habíamos quedado como amigos, pero algo pasaba con aquellas palabras.  Me quemaban en la mente y en el corazón y, sin pensarlo, se las dije a ella. Alicia me miró asombrada, como alucinada.  Y claro, acababa de gastar las palabras que tenía y no sabía si se podían usar más de una vez, de modo que en lugar de seguir hablando le cogí la mano y, viendo que no me rechazaba, me acerqué lentamente a sus labios y los besé.  Ella me devolvió el beso y, tras varios minutos, ambos decidimos que en lugar de ir a Sol con nuestro grupo de amigos preferíamos seguir paseando juntos.

–Tendríamos que avisarles.  Nos estarán esperando –decía Alicia.
–¿Y qué les decimos?
–¿No se te ocurre nada?
–Ahora mismo no, pero mañana sin falta tendré las palabras adecuadas.  Créeme.

A la mañana siguiente pasé por el tenderete y le conté con pelos y señales al vendedor cómo se había desarrollado la tarde.  Cuando llegué al momento del plantón me dijo:

–Así que vienes a por unas palabras de disculpa, ¿no?
–Sí, si no te importa.  Las necesito urgentemente.
–¿No preferirías unas palabras de excusa?  Las tengo baratas, en oferta.  Se han usado ya, ¿sabes? Pero igual no te importa.
–Hombre, no.  Yo quiero una disculpa sentida.
–Pues eso no es barato, amigo mío. ¿Te imaginas por qué?
–Pues no caigo.
–Son caras porque no las sientes de verdad.  ¿O me vas a decir que mientras estabas pelando la pava con tu amiga echabais mucho de menos al resto de vuestros amigos?  ¿Sientes de verdad haberles dado plantón?
–No. La verdad es que no.  ¿Qué me sugieres entonces?
–Mira, como eres un chaval majo y un buen cliente, te voy a dar unas palabras de sinceridad.  ¿Crees que te bastarán?
–Espero que sí.  Lo que no quiero es que Rafa se moleste.  Somos amigos desde hace años, ¿sabes?
–Entonces él tiene que entender que este caso es excepcional, que el motivo era lo suficientemente importante.
–Sí.  Y es que lo era.  Alicia y yo nos pasamos toda la noche hablando de nosotros, de nuestras manías y aficiones.  Él tiene que entenderlo porque siempre está diciendo que no doy el primer paso nunca con las chicas y sabe que Alicia me vuelve loco, porque yo a Rafa se lo cuento todo.  Sabe que es importante para mí, y que no le habría dejado tirado si no fuera así.  Me tiene que perdonar, que los amigos se perdonan estas cosas.
–Ahí las tienes.  Ésas son tus palabras.
–¡Caramba!  Pues creo que sí que bastarán.  ¿Qué te debo?
–A esta ronda invita la casa.  Eso sí, ten cuidado con las palabras honestas.  Tienden a salir en momentos inoportunos así que piénsalo bien antes de usarlas, que pueden hacer daño.
–Claro, y yo lo que no quiero es hacerle daño a Rafa.
–No, bobo.  Te pueden hacer daño a ti al decirlas.  Por eso es tan complicado ser sincero, porque sabemos que al serlo podemos hacernos daño.  Hay que ser muy valiente para decir la verdad, te lo digo yo que de esto sé mucho.

Rafa lo entendió perfectamente.  Habíamos hablado por teléfono y le dije que prefería hablar en persona y explicarle por qué no había acudido el día anterior.  Tal y como me había prevenido el vendedor, notaba como las palabras querían salir solas, impacientes por pronunciarse y justificarse.  Me contuve un poco y esperé al momento adecuado, cuando ya estábamos tomando una caña en el bar.  Las palabras salieron fluidas y tranquilas.  Sabía que él las entendería porque es mi mejor amigo.  Me hizo un montón de preguntas sobre detalles que, obviamente, no le di.  No porque me las diera de caballero discreto sino porque en realidad me daba un poco de vergüenza.  Tres horas más tarde seguíamos siendo amigos y Rafa se alegraba sinceramente por mí.  Fue un gran alivio.

Pasaron un par de semanas y cada día que pasaba trataba de hablar un rato con el vendedor.  No siempre le compraba, pero hablábamos mucho.  Le quise comprar unos versos, pero él me hizo cambiar de idea.  Por lo visto sólo los vendía a determinadas personas, y como yo ya sabía que las palabras eran muy suyas y tendían a pronunciarse como ellas querían, no insistí.  Nunca fui muy poeta y la verdad es que no quería exponerme a quedar ridículo.  Temía que al pronunciarlos, los versos me hicieran quedar mal.  Como de novato, o algo así.  En su lugar le compré por precaución algunas palabras de apoyo y un par de ocurrencias graciosas sobre ella.  Si alguna vez Alicia tenía un mal día podría usarlas para levantarle el ánimo.

Pero inesperadamente, todo terminó.  Ocurrió una tarde, cuando yo volvía a casa con la intención de tomarme un café con el vendedor y revisar su género.  En el lugar donde hasta entonces había estado su tenderete vi uno de los caballetes volcado.  No me costó localizar el tablón de contrachapado apoyado en una columna, al lado de varios carteles que se deshacían poco a poco en un charco de agua sucia.  Oí los gritos calle abajo y me apresuré.  A medida que avanzaba por la calle me encontraba con toda su mercancía tirada, a disposición de todo el mundo.  Una señora se había apropiado ya de varios tópicos rancios que, según me había comentado el vendedor en una ocasión, tenían mucha salida: "Se veía venir", "Es que no se puede salir a la calle", "Qué tiempos nos toca vivir".  Un anciano vestido con un traje de corte antiguo estaba por la labor de recoger varias frases de cortesía que habían ido a parar bajo los pies de algunos transeúntes.  "Disculpe, ¿le importa?" "Si fuera tan amable de levantar el pie..."

Por mucho que lo intenté, no alcancé al vendedor.  La señora que se había apropiado de los tópicos me dijo que se lo había llevado la policía.  "Pero si no hacía daño a nadie.  ¿No tienen nada mejor que hacer con la de delitos que se comenten a diario?" dije recogiendo una frase usada que sin duda se le había caído a ella.  Por toda la calle la gente se apresuraba a recoger alabanzas, algunos versos y en general, las palabras que les hacían más gracia o pensaban que eran más apropiadas.

Nunca supe qué fue de aquel vendedor, y con el tiempo todo el vecindario lo olvidó.  Todos menos Alicia y yo, que ahora vive conmigo en mi piso.  Ya no nos hace falta el vendedor, pero sabemos de un montón de gente que no sabe qué decirse en cada ocasión.  Es por eso que por las tardes, mientras nos tomamos un café en el bar, seleccionamos con cuidado palabras y frases que creemos que la gente va a necesitar y las dejamos sueltas por la calle.  Ellas mismas saben a donde tienen que ir y dónde son más necesarias.  Como somos simples aficionados, no nos atrevemos a cobrar por este servicio.  Simplemente las dejamos volar y muchas veces no sabemos a dónde van o quién se las queda.  El caso es que desaparecen, con lo que suponemos que alguien las aprovecha. En ocasiones, por la noche, echamos de menos alguna de esas palabras, pero luego vemos que el barrio es un poco mejor gracias a nosotros.  Los vecinos hablan más entre ellos, aunque sea por probar las frases que se encuentran accidentalmente.  Mientras soltamos las frases en la calle, Alicia y yo vemos como las palabras se las llevaba el viento, pero los gritos resuenan de vez en cuando en las esquinas.


Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Relato: Times Square

 Continúo con los relatos del taller de escritura.  En este caso, el supuesto era  escoger un cuadro famoso fácilmente reconocible y escribir un relato en el que el protagonista interactuase con alguno de sus personajes, ya fuera entrando él en el cuadro o saliendo éstos del cuadro.

 En mi caso, siguiendo la inspiración de un amigo fotógrafo, en lugar de elegir  un cuadro famoso opté por una fotografía: la portada de la revista LIFE en la que sale un marinero besando a una enfermera el Día de la Victoria en Times Square.

 Le he dado una vuelta de tuerca, pensando en qué podía haber pasado antes y después, y en qué historia oculta estaba detrás de esa fotografía tan reconocible.  Espero que os guste.

Times Square

El despertador sonó puntual a las ocho y media de la mañana aunque Jack llevaba despierto ya un rato.  Nunca le había costado demasiado madrugar y con la edad su hábito se había acentuado hasta despertarse siempre antes de la hora.  Aun así, miró aquel viejo despertador y le dio la vuelta buscando los resortes para darle cuerda.  Solía decir que aquel despertador era como él mismo: una reliquia de tiempos pasados que, con el debido mantenimiento, seguía funcionando razonablemente bien.

Con un esfuerzo considerable, Jack se incorporó y miró por la ventana.  Sonaba un toque de corneta mientras la bandera estadounidense ascendía el poste y, como cada mañana, Jack adoptó la posición de firmes y saludó militarmente.  A su mente acudían recuerdos de tantas y tantas veces en las que había realizado la misma operación.  Casi todos los días de su vida, en realidad.  Claro que cuando Jack era joven la llamada de corneta la realizaba un soldado de verdad y no una grabación.  La sustitución de algo tan artesanal como un cabo tocando la corneta por una grabación le parecía casi irreverente.  Casi tan irreverente como que, por un despiste, se hubiera puesto a saludar a la bandera sin los pantalones puestos.  Al igual que había aprendido a tolerar un mundo que avanzaba mucho más rápido que él, esperaba que el mundo le perdonase a él sus cada vez más frecuentes despistes.

Entre avergonzado y resignado buscó la ropa de gala en el armario.  Su memoria le podía fallar a veces pero un día como aquel no se olvidaba fácilmente.  Aquel día era especial ya que los mayores de la residencia (Jack se resistía a llamarse a sí mismo anciano, pese a sus noventa y tantos años) saldrían de excursión a Nueva York.  "Como un día de permiso", pensó Jack.

—¿Aún está así, señor?  Ande, baje a desayunar y cuidado con mancharse.

El tono de la enfermera era afable, pero teñido de condescendencia.  A Jack no le gustaba que le trataran así, como a un niño que no sabe vestirse solo.  Pero claro, a su edad muchos hombres no sabían vestirse solos.  Reflexionó sobre eso un par de minutos mientras se colocaba adecuadamente el nudo de la corbata y bajó al salón común a desayunar. 

Tres horas después estaban en Manhattan él y otros quince veteranos de la marina.  La primera visita obligada era el portaviones USS-Intrepid, atracado en el Río Hudson.  En su interior los antiguos soldados participaron en un tour que les mostró los últimos avances en tecnología naviera y aeroespacial.  Jack no pudo evitar sentirse de repente muy mayor y muy, muy torpe.  Sus recuerdos le volvieron a jugar una mala pasada y en un solo momento, pasado y presente se confundieron.  Mientras miraban entre asombrados y desconcertados las maravillas del transbordador espacial, en la mente de Jack la cubierta del portaaviones se llenaba de marineros con un uniforme familiar que daban carreras de un lado a otro.

—¡Impacto confirmado!
—¡Todo el mundo a sus puestos, podría ser un kamikaze!
—¡Escuadrón Echo-9 listo para salida.!
—¡Despejad la pista, salida en cinco, cuatro, tres...!

Jack gritaba la orden de despeje mientras el subteniente que guiaba el tour lo miraba sin saber si le estaban tomando el pelo o no.  Tras varios momentos de desconcierto, una enfermera se acercó a Jack y suavemente le cogió del brazo, convirtiéndose sin saberlo en el ancla que la mente de Jack necesitaba para volver al presente.  Entre alguna risa y miradas de compasión por parte de la tripulación, la enfermera acompañó al viejo marinero hasta la salida.

—Lo siento mucho, todo parecía tan real.  Estoy confuso.
—¿Sabe dónde está, capitán?  ¿Sabe quién soy?
—Sí— afirmó sin demasiada seguridad Jack. —Soy el capitán de corbeta Jack Harris, y usted es la enfermera...
—Nightingale. Llámeme Florence, o incluso Flo.  Todo el mundo me llama así.
—¿Y por qué estamos aquí fuera, señorita Nightingale?—. Jack se resistía a llamar por el nombre de pila a alguien que no conocía bien.  Aunque aquella cara le sonaba tremendamente, no estaba muy seguro de haber cruzado más de cuatro palabras con ella antes.
—No sé si podremos volver al tour.  Me temo que tendremos que saltarnos el resto de la visita, pero no se preocupe, capitán.  Hay un montón de cosas que ver y francamente, el interior de un portaaviones no está entre mis preferidas.  Calculo que al tour le quedan unas dos horas.  ¿Qué le apetece hacer mientras tanto?  ¿O prefiere que tratemos de volver a entrar?

—No, señorita Nightingale.  Creo que será mejor esperarles—. Jack prefería no confesar a una casi desconocida que le daba demasiada vergüenza volver tras el episodio de los gritos.
— Mejor aún, capitán.  Aquí al lado en Central Park hay una exposición de fotografía.  ¿Le apetece verla?  Seguro que es más interesante que el portaaviones.

Y sin esperar la respuesta de Jack, aquella amable enfermera tiró de su brazo y le acompañó por la pasarela metálica rumbo a aquella exposición.  Por el camino parloteaba sobre lo difícil que era para ella ir de visita a la Gran Manzana, trabajando turnos interminables en la residencia de veteranos y teniendo como tenía un marido cuya noción de la palabra excursión era ir al centro comercial a por cervezas.  Jack trataba de prestar atención pero se perdía abrumado por el desparpajo de la joven, los coches, la gente con prisa, los vendedores de perritos y un sinfín de cosas.  Afortunadamente, a la enfermera Nightingale no parecían importarle sus despistes o si de verdad le estaba prestando atención.  Seguía caminando sin prisa pero sin pausa hacia el vecino Central Park, donde según ella habían montando una exposición al aire libre de fotografías famosas y portadas de revista.

Al llegar allí, Jack estaba muy cansado por la caminata.  En realidad el recorrido no había sido más que un par de millas, pero a su edad eso era el equivalente a una maratón.  Pidiendo a su acompañante que lo disculpase y buscó un banco para sentarse.  Una vez allí, la señorita Nightingale le preguntó:

—¿Estará usted bien aquí si le dejo un rato?  Será cosa de un momento, querría darme una vuelta por la exposición.  ¡No se vaya sin mí, capitán!— bromeó.
—Ni loco abandonaría a una dama sin escolta en sitio tan bonito, señorita Nightingale.

Dicho esto, y tras haber perdido de vista a la enfermera, se relajó en el banco que había escogido.  Era un banco de madera, algo gastado y maltratado por estar a la intemperie, pero no era incómodo.  Tenía unos reposabrazos metálicos prominentes, seguramente colocados allí para evitar que la gente sin hogar lo aprovechase para dormir en él.  Tras dejar divagar un rato su mente, reparó en que frente al banco, a una distancia de unos quince metros, había un soporte metálico con forma rectangular y en él se encontraba expuesta la portada de la revista LIFE del día que acabó la Segunda Guerra Mundial.

Hacía mucho que no recordaba aquello.  Estaba en Times Square.  Su barco había atracado en el muelle de Nueva York un día antes para someterse  unas reparaciones y dar un permiso a los jóvenes integrantes de aquella tripulación.  Estaban Sean, un tipo de ascendencia irlandesa y gran sentido del humor, Richard, un veterano de treinta y tantos años entonces, Mark, y él mismo.  Habían decidido pasar aquellos días juntos los cuatro para disfrutar de la ciudad.  No sabían que la guerra estaba a punto de terminar y quizás por eso y ante la oscura perspectiva de volver a embarcar en menos de una semana, se recorrieron los tugurios más conocidos de la ciudad, dejándose la paga en cada barra.  Ese día, con una monumental resaca, habían emprendido camino de nuevo al centro neurálgico de la sociedad neoyorquina: Times Square.  Allí, en el un pequeño "diner" donde comían, oyeron por la radio del local el discurso de Truman.  La guerra había terminado.

El grupo de marineros tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo su grito de alegría se unió al de miles de personas en la calle, en sus casas, en los negocios locales...  Salieron corriendo de la cafetería y vieron como todo el mundo lo celebraba.  En muy pocos minutos el aire de Times Square se llenó de recortes de papel y vítores.  La gente con la que se cruzaban en la calle corría a abrazarlos, dándoles las gracias por su participación en aquel conflicto que por fin terminaba.  Ellos mismos no se lo creían.  Empezaron a elucubrar qué iban a hacer en cuanto llegaran a casa, qué harían primero, a quién abrazarían.

Entre todo el jaleo, y mientras Sean y Richard saludaban efusivamente a alguien, Mark y él se miraron con complicidad.  Mark llevaba, como él, el uniforme de marinero reglamentario, pero a él le sentaba como un guante.  Los pantalones le quedaban algo abiertos a la altura del zapato pero se estrechaban hacia los muslos y se ceñían a la cintura. La chaqueta azul marino con la sisa perfecta, como si se la hubiera hecho a medida y con unas mangas que, al tener los brazos algo alzados, le llegaban a la altura justa del antebrazo como para intuir el tatuaje que lucía.  Él no necesitaba verlo para recordarlo.  Lo había visto muy a menudo.

Mark le hizo un gesto en dirección a la calle 42, donde el grupo había alquilado un cuartucho.  Murmurando haberse dejado algo en la habitación, Jack se despidió de los otros dos y emprendió con Mark el camino hacia el hotel.  Entre la emoción de la noticia y la ansiedad que sentía al saber lo que les esperaba en la habitación, en un momento dado creyó que se mareaba, pero el fuerte brazo de Mark impidió que se cayera.  La expresión en su rostro al preguntarle cómo estaba hizo que se ruborizara inmediatamente.  Recuperando la compostura aseguró que estaba perfectamente y tras un par de minutos más entraron en el hotel.

Los labios de Mark buscaron los suyos con tanta urgencia que casi se les olvidó cerrar la puerta.  Notaba el sabor de su boca.  Sentía su sombra de barba rozándole la barbilla y las comisuras de los labios.  Aspiraba su almizclado olor a urgencia, a cerveza y a pasión.  Aquella chaqueta y aquel pantalón que tan bien habían lucido antes estaban, como por arte de magia, tirados en el suelo junto con los suyos propios.  Los jadeos de ambos pudieron oirse en las habitaciones contiguas, pero en ninguna de ellas había ya nadie.  Todos estaban en la calle, celebrándolo.  Y ellos dos, con su celebración particular, pasaron juntos dos horas que a Jack le parecieron 2 minutos.

—Tenemos que volver.  Éstos nos estarán buscando. —protestó Mark.
—Olvídalos.  Olvídate de todo menos de mí y del día de hoy.  Hoy cambian nuestras vidas para siempre.  Siempre nos acordaremos de este 14 de agosto.
—Sí, el Día de la Victoria.  Esto será historia.
—Sí, aunque yo lo recordaré más por momentos como éste.
—Umm. Sí, claro.  Pero no nos volvamos locos tampoco.  Esto ha sido maravilloso, no me malinterpretes, pero supongo que aquí termina todo. ¿No?
—¿Cómo que termina todo?— respondió Jack indignado. —Yo creo que es más el principio de algo que el final.
—Jack, yo tengo que volver a mi casa.  Y tú a la tuya.
—Podría mudarme a Los Angeles contigo.  A mi madre la cuida mi hermana y no está escrito en ninguna parte que tenga que volver allí.
—No digas tonterías.  No puedes mudarte conmigo.  ¿Qué clase de hombres viven juntos en un apartamento?
—Los hombres como nosotros.— respondió Jack.
—Puede que tú seas de esos hombres, Jack, pero yo no.  Me lo he pasado bien contigo, sí, pero esto ha sido sólo mientras estábamos embarcados.  Ahora que nos van a licenciar, se acabó.
—¿Y ya está?  ¿Esto es todo?  ¿Y qué vas a hacer a partir de ahora?  ¿Irte de putas?
—Igual es una buena idea.  Y tú también deberías hacerlo.  Yo creo que Sean y Richard empiezan a sospechar y no estoy dispuesto a aguantar eso.
—Y ahora me dirás que piensas casarte y sentar la cabeza.
—¡Por supuesto que sí!  Es lo que hay que hacer.  Tenía una novia en Los Angeles, tal vez no se haya casado aún.  Ella o cualquier otra, qué más da.  El caso es casarse y tener hijos.

La decepción se apoderó de Jack y un sudor frío le recorrió la espalda.  Se sentía traicionado.  Y por Mark, la persona en la que más confiaba en el mundo.  Enfadado con él y consigo mismo por haber sido tan inocente recogió su ropa y una toalla y se encaminó hacia el baño común que compartían con los demás huéspedes de la planta.  Jack pensó con ironía que la mayor parte de esos huéspedes eran prostitutas que alquilaban las habitaciones por horas.  Quizás Mark encontraría lo que buscaba sin salir del hotel.

Un rato después desfilaban sin hablar ambos marineros de nuevo en dirección a Times Square.  Encontraron a sus compañeros ya medio borrachos en la calle.  Habían cortado el tráfico en toda la plaza y cada vez había más gente.  Jack se volcó en la tarea de emborracharse a conciencia a base de whisky malo.  Cuando sintió que estaba medio aturdido paró de beber y le espetó a Mark: "¿Sabes lo que te digo?  Que eres un hipócrita.  Nunca encontrarás la felicidad donde la estás buscando".  Y diciendo esto, dio media vuelta para irse en dirección contraria.  Desafortunadamente, el casi medio litro de alcohol que llevababa en el cuerpo decidió que una media vuelta tan rápida era demasiado para él.  Terminó tropezando y por poco se cayó al suelo.  Jack no se había fijado en que los otros dos compañeros estaban delante, y su corazón se encogió al ver la expresión de Mark endurecerse.  Le pareció que el mundo se hundía sobre él cuando Sean, divertido, le preguntó a Mark que qué le pasaba y éste respondió "El muy maricón, que no sabe beber".

Jack se irguió como pudo y, tras echarse el pelo hacia atrás y colocarse de nuevo el gorro, miró desafiante a Mark.  "¿Maricón yo?" — le gritó mientras le miraba.  Y a su derecha, saliendo del metro, la vio.  Se trataba de una muchacha de unos 25 años vestida con un uniforme de enfermera.  Seguramente venía directamente del hospital a celebrar el día de la victoria a Times Square.  Sin pensárselo mucho se dirigió con paso firme y militar hacia donde ella estaba, recolocándose el uniforme para estar impecable.  Cuando llegó a la altura de la joven, y sin dudarlo, la tomó de la cintura con su mano derecha mientras con su brazo izquierdo rodaba su cuello, se inclinó hacia ella y la besó.  Fue un beso de película. 

Cuando la soltó, Jack esperó una reacción violenta por su parte, pero la chica simplemente se rió.

—Gracias por no darme una bofetada, señorita.
—Gracias por luchar por América, marinero.

Y sin decir nada más, la chica fue a reunirse con sus amigas dejando a Jack rodeado de sus compañeros y otros curiosos que le jaleaban y aplaudían.  Incluso Mark, y eso le dolió aún más.  Había terminado haciendo algo que no quería hacer por guardar las apariencias, como el propio Mark había recomendado.  Y el hecho de haberlo hecho sólo por defender su supuesta hombría delante de ellos le ponía enfermo.  Dirigió una última mirada hacia Mark y sus compañeros y se despidió de ellos, buscando con la mirada a aquella amable chica.  Recorrió aquella marea humana y no sin dificultad la encontró, esta vez sola, ajustándose una media con el pie apoyado en una boca de riego de color rojo, a juego con el carmín de sus labios.

—De modo que eso es lo que ocurrió— dijo una voz.  La chica había cambiado ante la mirada de Jack.  Ya no era aquella inocente muchacha que había besado instantes antes, sino la enfermera Nightingale, que le miraba sentada a su lado en el banco de madera de Central Park. 

—¿Cómo dice, señorita Nightingale?
—Usted y Mark.  Lleva usted hablando un buen rato sobre él y sus compañeros en Times Square, capitán.
—¿Cómo?— Jack estaba bastante nervioso ante la idea de haber contado su vida personal a alguien con quien no tenía la confianza suficiente.
—No se preocupe, capitán.  Los recuerdos son maravillosos.  Nos permiten volver a vivir experiencias intensas, tanto buenas como malas.  Y yo soy sólo una pobre enfermera.  Bastante trabajo tengo ya como para ir contándole a nadie la vida de mis pacientes.
—No estoy avergonzado, si es eso lo que piensa.  Es simplemente que no me gusta hablar de mi vida así como así.
—Si es así, no se preocupe.  Comencemos con algo sencillo.  Llámame Florence, y yo te llamaré Jack.  ¿Te parece un buen primer paso?
—Claro que sí, señorita Night...  Florence.
—Perfecto, Jack.  Ahora, cuéntame más cosas sobre Mark.  ¿Lo volviste a ver?
—No.  Aquella tarde nos separamos para no volvernos a encontrar nunca jamás.  No le guardo rencor, ni mucho menos.  Es sólo que he vivido todos estos años con la duda de si fue feliz.  Si tuvo hijos, como decía querer.  Supongo que nunca lo sabré.
—Nunca se sabe, Jack.  Nunca se sabe.  ¿Qué pasó después?  Creo que estuviste destinado en San Francisco, ¿no es así?

Sobre Central Park comenzaban a caer algunos copos de nieve mientras Jack le contaba a la enfermera su experiencia militar hasta llegar a capitán de corbeta.  Su destino en San Francisco y todo lo que vivió allí. Sin darse cuenta, los recuerdos se iban desvaneciendo de su memoria mientras los iba rememorando hasta que, arropado por ellos y por la capa blanca de aquella enfermera de Times Square, todo se fundió en blanco con la nieve que acababa de caer.  Mientras, en una residencia de veteranos en el estado de Nueva York, el sonido de un viejo despertador se dejó oir hasta que, inevitablemente, se acabó su cuerda.


Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

jueves, 13 de febrero de 2014

La ira de los Justos - La Compañía del Martillo (2)

Kurt había bromeado con que el nombre de aquel ejército debería llamarse "La compañía del martillo", pero al parecer el nombre estaba cuajando entre los veteranos paladines.  El caso es que en la Cruzada era imposible no reparar en el símbolo de Iomedae, cuya espada larga brillante era omnipresente en cualquier campamento.  La figura alada de Sarenrae también era visibles en muchos lugares.  Sin embargo el martillo y el yunque de Torag, señor de la Fragua, se veían poco.  Los enanos en general y Kurt en particular llamaban la atención sobre este hecho muchas veces, pero al haber pocos de su raza en la Cruzada y ser Torag una deidad principalmente enana el resto de los cruzados veía normal su ausencia o minorización.  De hecho, se solía confundir el símbolo con la indicación del herrero, ya que éste solía ser enano y orgulloso mostraba sus creencias en forma de pendón o bandera.

Habían salido de Kenabres por la mañana.  Kurt creyó que movilizar a cien soldados simultáneamente le costaría horas, pero aquellos eran paladines y la disciplina por la que eran famosos se notó.  En menos de una hora tras el alba estaban cabalgando hacia el Regalo de Vala, un antiguo pueblo aún a este lado de la frontera con la Herida del Mundo.  Estaban ya montando el campamento para pasar la noche cuando Kurt vio a Aron sentado cerca de un fuego.  Parecía absorto sacando brillo a su equipo mientras consultaba algunos pergaminos.

-¿Te importa si me siento un rato, Aron?
-Claro que no, comandante.

Aron hizo además de levantarse y cuadrarse, pero detectó en el tono de Kurt que no se trataba de nada oficial.  Comprobando que no había nadie más presente, se relajó y siguió puliendo su equipo mientras lo miraba con aire interrogante.

-De modo que eres experto en obras de ingeniería enana.  Es algo raro que un humano encuentre interesante nuestro modo de construcción, sobre todo por la paciencia que requiere. 
-Trato de aprender de los mejores, Kurt.  Siempre he sentido simpatía por los enanos.  Todo lo que construís es tan... sólido.  Y no sólo la arquitectura, sino la artesanía y la herrería.
-Si quieres que algo dure, encárgaselo a un enano.  Si quieres que además sea elaborado, busca a un enano artesano.
-¿Y eso qué se supone que significa?
-Que todos nosotros aprendemos los rudimentos de la piedra y el metal.  Hasta los enanos más intelectuales y recluídos tienen conocimientos básicos, y se dice que cualquier cosa que hacemos tiende a perdurar como la roca de la que venimos.  Pero cualquier artesano enano te confirmará que no dejan que una pieza sea simple y tosca.  Nos gusta lo intrincado y elaborado, siempre que no interfiera con lo funcional.  Un hacha puede tener el mango labrado y un martillo tener runas esculpidas, pero ante todo el hacha ha de estar afilada y el martillo equilibrado.
-Pues espera, porque aquí tengo algo que creo que te gustará.

Aron rebuscó en su mochila y sacó de ella un objeto circular.  Sería como un anillo grande o un brazalete pequeño, hecho de madera con símbolos indudablemente enanos en su perímetro.

-Toma, es para ti.  A mí no me quedaría bien de todos modos.
-Muchas gracias, Aron, de verdad.  Es precioso.  ¿De dónde lo has sacado?
-Lo encontré por ahí.  No recuerdo dónde.

Kurt se ajustó el aro a la barba con la misma soltura que otro se habría puesto un prendedor o un broche.  La verdad es que una de las debilidades de Kurt eran ese tipo de abalorios.  Había heredado algunos de su padre pero el despiste y el entrenamiento en el templo le habían hecho perder casi todos.  Agradeciéndole de nuevo el detalle, Kurt se despidió de Aron estrechando su mano, y al hacerlo notó en ella un perceptible temblor.

La intimidad es algo importante para todos los enanos, de modo que decidió tomar nota mental de ese temblor pero no preguntar por él.  Consideró que si fuera algo importante por lo que él debiera preocuparse, Aron se lo contaría llegado el momento.  Reflexionando sobre esto, Kurt volvió a su tienda para dormir, tras organizar las guardias de la noche.


Al día siguiente la compañía llegó al Regalo de Vala, una población fronteriza con la Herida del Mundo en la que esperaban recabar algunos víveres.  Lo que vieron allí le heló la sangre en las venas hasta al más veterano.  Los edificios principales del poblado estaban salpicados todos de sangre, vísceras y algunas otras sustancias que se negaron a intentar reconocer.  Al parecer había ocurrido allí una escabechina considerable y no había supervivientes.  Tampoco había cuerpos, más allá de los restos que decoraban las fachadas. 

La inquietud se apoderó del ejército cuando Kurt dio una orden que sabía que le haría descender en popularidad: el ejército debía rebuscar entre los restos del poblado para rescatar los materiales y comida que pudiera.  Los cruzados iban a negarse a hacerlo cuando un improvisado discurso sobre las necesidades desesperadas y el hecho de que aquello que no recogieran se quedaría para que los demonios lo utilizasen les hizo cambiar de opinión.  Algo abatidos, los soldados realizaron una batida por el poblado, mascullando en ocasiones maldiciones impropias de los paladines.  Situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas.

Dos días más tarde el ejército llegó al Vado de Vilareth y allí es donde Kurt puso a prueba sus habilidades de mando y tácticas de combate.  El puesto de vigilancia del vado, tradicionalmente guardado por una guarnición de cruzados, estaba tomado por un regimiento de tiflines.  Los semidemonios no vieron lo que se les echó encima.  Gracias a la habilidad de Anevia y Aron que reconocieron el terreno antes de la llegada de la tropa, Kurt y sus aliados pudieron realizar una maniobra envolvente pillando a los tiflines por sorpresa.  El vado volvía a ser un paso seguro y además el ejército de Kenabres había conseguido liberar de su prisión a los miembros de la antigua guarnición de defensa liderada por Kamillo Dann.  Kamillo era una seguidora de Sarenrae y, agradecida por el rescate, puso al servicio de la Compañía su contingente.  En la tienda de mando, el voto fue unánime: no merecía la pena defender el vado si la misión en Drezen no tenía éxito, de modo que los hombres y mujeres rescatados serían incorporados a los suyos como refuerzo y abandonarían el vado al día siguiente en dirección al Cañón del Guardían, un puesto fronterizo que colgaba del cauce ahora seco del río y donde sabían que encontrarían una oposición demoniaca considerable.


-¿Me has mandado llamar, Comandante?- la rasposa voz de la Irabeth, la paladina semiorca, se oyó por la tienda de mando.
-Sí, adelante.  Siéntate.
-Sólo un momento, Kurt.  Tengo tarea por hacer en el campamento.
-Esto...  Irabeth...   Tú estuvieste al mando de la defensa de Kenabres en el ataque, ¿no es cierto?
-Sabes que sí.
-Y en ese tiempo, la resistencia, los cruzados que quedaban defendiendo Kenabres...  ¿Nunca dudaron de tu liderazgo?
-Bueno, la verdad es que la gente de Kenabres ya me conoce.  Yo descubrí a Staunton Vein y su complot.  Soy una figura conocida en la ciudad.  Era lógico que me encargase de la defensa, siendo además el oficial de mayor rango presente.
-Sí, claro.  ¿Y tuviste que tomar decisiones difíciles?  ¿Decisiones con las que los cruzados no estaban de acuerdo?
-Por supuesto.  Cuando uno está al mando no puede satisfacer a todo el mundo, ni muchísimo menos.  Incluso a veces tuve que tomar decisiones sin casi apoyos, que no sólo no satisfacían a la mayoría sino que eran apoyadas por una exigua minoría.  En esos casos es cuando hay que tirar de rango, Kurt.  Todos sabemos que esto no es una democracia sino un ejército.  Las órdenes se dan y se cumplen.  Lo sabes tú, que estás al mano, y lo saben los que te tienen que obedecer.  ¿Tiene esto que ver con la orden de registrar el pueblo en busca de bienes y comida?
-Entre otras cosas.  Sé sincera, Irabeth.  ¿Lo estoy haciendo bien?  ¿Estoy cumpliendo las espectativas?
-Claro que sí, Kurt.  Eres un comandante muy bueno.  No sólo discutes la estrategia con tu gente de confianza, yo entre ellos, sino que confías en las habilidades de tus mandos intermedios.  No tratas de controlar todos y cada uno de los movimientos sino que indicas la dirección en la que hay que ir.  Estás haciendo una gran labor.
-Me quitas un peso de encima.  Tengo muchas dudas, Irabeth.
-Si no las tuvieras no serías un buen líder.  Sólo los necios están siempre seguros de lo que hacen.  Me gusta que sopeses la posibilidad de estar equivocándote, y es sabio que consultes con los demás, pero recuerda que cuando das órdenes a la tropa tienes que tener seguridad, como hace un rato.

Irabeth y Kurt siguieron hablando un rato mientras Kairon y Beloc asignaban las patrullas para la noche.  Los demonios podrían volver y tendrían que estar preparados.  Antes de ir a dormir, Kurt se dio una vuelta por el campamento.  Era una especie de hábito que había desarrollado con los días y con ello le daba la impresión de que conocía mejor a aquellos guerreros sagrados que iban a poner su vida en juego por la misión.  Tal y como decía Sosiel, el clérigo de Shelyn que los acompañaba, "la aceptación es difícil, pero no se consigue distanciándose de los demás".  Mientras paseaba por el campamento, saludando a varios de los cruzados, mantenía en la mano un tocón de madera y un pequeño cuchillo con el que trataba de tallar alguna figura: un símbolo, un caballero con su escudo, un árbol retorcido...  Kurt expresaba así tanto su melancolía como sus necesidades artísticas.  Como le había dicho a Aron anteriormente, todos los enanos son artesanos.

viernes, 31 de enero de 2014

Relato: Sólo uno más

Inicio con este post la publicación de algunos relatos de un taller de escritura creativa en el que estoy inscrito.  Publicaré los relatos y posiblemente indicaré el "supuesto" o "planteamiento" que nos indicó el profesor como semilla.  En este caso, se trata de esta imagen.  


Con este planteamiento, éste es el relato que salió, una vez incorporadas las correcciones del profe y de mis compañeros.  Espero que lo disfrutéis tanto leyéndolo como yo disfruté escribiéndolo y recordad que es el primero.


Sólo uno más

Laura se sentó en el borde de la cama, sudorosa y agitada.  Respiraba desacompasadamente como tratando de buscar el aire que le faltaba.  El ambiente en la habitación era opresivo, y olía a cerrado.  Su último cliente yacía en la cama con una mueca de satisfacción dibujada en su rostro.

Laura era muy buena en su trabajo.  Toda una profesional.  Las otras chicas hacían verdaderas chapuzas con sus clientes que eran conscientes casi todo el rato de lo mecánico de sus movimientos.  Ella no.  Cualquier cosa que mereciera la pena hacerse, merecía la pena hacerse bien, ése era su lema.

Sin ponerse en pie, echó mano a la mesilla de noche.  Encima de ella encontró el dinero que su cliente había dejado.  Se trataba de más del doble de lo pactado, pero claro, eso también le ocurría con frecuencia.  Con ingresos como esos pronto podría dejar de trabajar por un tiempo.  Quién sabe, quizás podría encontrar un trabajo menos sórdido.  Ser prostituta en un burdel de Puhket no era muy glamuroso, pero en peores situaciones había estado.  Además, a ella no le desagradaba su trabajo.

La memoria de Laura empezó a navegar por las situaciones en las que se había visto envuelta a lo largo de los años.  Desde el palacio de los Ricardi en Florencia, donde las perversiones de la familia eran legendarias hasta el propio palacio ducal en Venecia donde conoció al que fuera su maestro en las artes de alcoba, Giaccomo Casanova.  Con él aprendió cómo seducir con una mirada, el código de gestos y miradas de la alta sociedad y, cómo no, que siempre hay que tener un plan de huida por si la cosa se complica.  A Laura le había pesado tener que acabar con su vida, pero Giaccomo había descubierto su verdadera naturaleza.  Al principio se comprometió a guardar el secreto y ella, sabiéndose expuesta pero confiando en el veneciano, respetó su vida hasta que, senil y delirante en aquella biblioteca de Dux, comenzó a hablar demasiado.  Cuando el cuerpo inerte de Casanova quedó a sus pies, Laura descubrió con horror que en el libro que estaba escribiendo hacía menciones a ella misma y a su origen.  Más furiosa consigo misma que con la pobre caricatura de seductor que descansaba en el suelo de mármol, arrancó las páginas y destruyó cualquier prueba de su existencia.

También recordó episodios como el que luego se llamaría "Guerra del Opio" y los conflictos que la sucedieron, donde la dulce mirada de Laura le salvó de una represalia severa por parte de un general chino.  El diplomático francés que la rescató, enamorado a primera vista de las sensuales curvas de la joven, también terminó muerto a sus pies.  No podía permitirse dejarlo con vida.

"Sólo uno más", se dijo. 

La verdad es que no todos los clientes que pasaban por la habitación de Laura terminaban como el actual, yaciendo desangrados con un rictus de placer.  Ella sabía parar a tiempo si era necesario.  No todos los clientes del burdel merecían ser drenados completamente, sólo aquellos realmente perversos eran los elegidos.  El resto se marchaban, quizás con un ligero mareo y un vago recuerdo de habérselo pasado realmente bien.  Pero aquellos cuyos gustos eran realmente obscenos, los violentos que Laura sabía que habían agredido a alguna de las chicas, los que buscaban niñas pequeñas o en general aquellos que suponían una amenaza para las meretrices, ésos pasaban una última noche con Laura.

El acuerdo con el portero del burdel incluía la limpieza de la habitación.  Trahn entró en la estancia tras llamar sonoramente a la puerta y envolvió el cuerpo de aquel pederasta en las propias sábanas sin decir una sola palabra.  Laura lo miró cargar el fardo en un carrito como los que las doncellas utilizan para la limpieza de las habitaciones y desaparecer, también en silencio, atravesando el umbral de la habitación.

"Sólo uno más", se dijo.  Un desgraciado más y el número de víctimas habría superado lo aceptable y Laura tendría que abandonar el burdel y buscar otro sitio donde ejercer su trabajo.  Un local donde su modo de vida fuera compatible con sus apetencias, y donde algún portero sin muchas luces cayese bajo el embrujo de su mirada y accediese a un trato similar al que tenía con Trahn.  Tal vez en otro país.  Echaba de menos el Mediterráneo.  Quizás Grecia ofreciese alguna opción, pero en las naciones más desarrolladas era más complicado encontrar lugares aptos.  Eso sí, la cuenca mediterránea estaba plagada de países en los que ser prostituta equivalía a ser maltratada y humillada.  Sí, quizás Túnez o Egipto.  Algún país con turismo, claro.

- ¿Está todo bien? - dijo Trahn desde la puerta.
- Sí, pasa Trahn.  Siéntate aquí un momento conmigo.

"Sólo uno más" se repitió mentalmente mientras se echaba al cuello de Trahn.  No podía dejar cabos sueltos.

Os recuerdo que el contenido de este blog se publica mediante licencia Creative Commons con citación de fuente y sin que sea posible hacer una obra derivada de su contenido.  En todo caso, si queréis usarlo, hablad conmigo primero si necesitáis que os clarifique qué se puede y qué no se puede hacer con este grupo de palabras juntas.

lunes, 27 de enero de 2014

La ira de los justos - La compañía del Martillo (I)


La luz del alba se dejaba ver en los destrozados tejados de Kenabres.  Kurt se asomó a una cornisa de la planta superior del Corazón del Defensor, la taberna que hacía las veces de cuartel general de la Cruzada desde la destrucción de parte de la ciudad.  Allí vio a Kairon, mirando el amanecer en actitud contemplativa como cada mañana.  A diferencia de los demás, Kairon no necesitaba dormir en absoluto.  Aun así, siendo como era un devoto de Sarenrae, procuraba aprovechar el momento del amanecer para sus plegarias y meditación.  Estaba claro que la explosión de energía espiritual de las Piedras de Custodia les había afectado de una forma muy distinta.

Kurt admiró también al nuevo compañero de Kairon, un espléndido león que le miraba con aire indiferente.  Al parecer era un enviado sagrado para ayudar a Kairon en su tarea, y los compañeros aún tenían que acostumbrarse a su presencia.  Un halo de majestusidad envolvía al felino, al igual que al propio Kairon.

Como si el león hubiera leído los pensamientos de Kurt, lo miró y se levantó desperzándose.  Su silueta recortada al contraluz del amanecer era realmente imponente, y aunque Kurt estaba seguro de no haber producido ningún ruido, pudo oir la voz de Kairon, calmada y en paz.

- Adelante, Kurt.  ¿Qué te atormenta?
- Nada que no hayamos hablado ya.  Pero me acaban de avisar de que Su Alteza la Reina Cruzada está llegando a Kenabres con el ejército, tal y como se nos anunció.
- Lo he visto.  Vienen desde el camino del sur, por allí - Kairon señaló un punto en el cual la incipiente luz de la mañana reflejaba en lo que sin duda era un ejército. 
- Dice Irabeth que la reina quiere vernos a los cuatro.  No sé si será algo formal o si tiene planes específicos para nosotros.  En cualquier caso, creo que toca sacar el traje de gala del armario.

Kairon sonrió la ocurrencia de su compañero y, despidiéndose de las vistas, volvió a entrar en la posada junto con Kurt.  Una mirada bastó para que su fiel compañero entendiera que debía quedarse allí y no acompañarlos.  Bastante se habían asustado ya los residentes de la posada cuando vieron por primera vez al león, como para repetir el episodio.
Dos horas más tarde y una vorágine de limpiar botas, lustrar armaduras y ajustar correajes después, y la llamada se produjo.  Unos sonoros golpes resonaron en la habitación que compartían los cuatro.  Kairon fue a abrir al que sin duda sería el heraldo de Su Majestad, mientras Kurt buscaba un adorno para su barba que había perdido.  Cual sería su sorpresa cuando en el umbral de la puerta apareció, sin heraldos, chambelanes ni ayudas de cámara, la propia Reina Galfrey sin escolta.  Kairon reaccionó a la velocidad del pensamiento haciendo una reverencia mientras en el fondo de la habitación se podía ver la cara de ansiedad de Beloc y la indiferencia, finjida o no, de Kiha.  Del baño adjunto a la habitación salió Kurt un minuto después maldiciendo por no haber podido encontrar lo que buscaba.  Desde luego, no era el lenguaje más apropiado para estar en presencia de una autoridad, pero reaccionando como pudo, Kurt adoptó la posición de firmes y saludó militarmente a la Reina.

Galfrey, que había ya desechado las formalidades con los otros tres compañeros, le devolvió el saludo cortesmente y sin más protocolos pasó a relatar su plan.  Tal y como sospechaban Kurt y Kairon, la reina tenía planes para ellos.  Y esos planes implicaban ponerlos al cargo de un contingente de 100 paladines de Iomedae listos para la batalla.  Su misión consistiría en retomar una antigua ciudadela construida en la roca llamada Dezren, ya en el interior de la frontera de la Herida del Mundo.
- Mi reina, ¿es prudente?  Ahora que las Piedras de Custodia no nos protegen de los demonios, ¿no deberíamos centrarnos en defender los lugares donde es más probable que ataquen? - Kurt dudaba de la estragia expuesta.
- El ejército de la Cruzada es mucho mayor que el grupo con el que vais a hacer la incursión.  Según nuestros informes de inteligencia, la Marilith Aponavicius ha retirado la mayor parte de las tropas de Dezren y se dirige al interior a reunirse con más tropas.  Tenemos la sospecha razonable de que intentarán atacar por el sur, tratando de perforar nuestra línea defensiva como una cuña.  No voy a deciros que será fácil, pero os necesito en el norte.  Dentro de Dezren se encuentra la Espada de Valor, un estandarte que según la leyenda portó la mismísima Iomedae antes de ascender como deidad.  Entre sus propiedades mágicas está el reforzar las estructuras y mejorar la defensa del bastión si es colocada debidamente por un creyente.  Cualquier paladín o clérigo servirá.  Si lo conseguís, habremos recuperado un bastión muy importante que nunca debimos perder en primer lugar, y marcará el inicio de nuestra nueva Cruzada hacia el interior de la Herida.
- Sí, pero estamos enviando a esos hombres y mujeres a una misión de la que, incluso teniendo éxito, es muy posible que no vuelvan.
- Son voluntarios, Kurt.  Saben perfectamente lo que está en juego, y no me refiero a sus vidas.  Entiendo tus dudas, pero no menosprecies su valía.  Están tan comprometidos con la Cruzada como vosotros o como yo misma.
- Entiendo, Alteza...
- Podéis cerrar los detalles hablando con tres expertos de mi total confianza que se unirán a vuestro contingente.  Han estado al otro lado del umbral en otras ocasiones y sus consejos os servirán bien.  Hablaremos con ellos tras la ceremonia de investidura.
- ¿Investidura? - La voz de Kiha verbalizó la duda que les asaltaba a todos
- ¡Claro! - dijo con voz jovial la reina - No pretenderéis que unos simples soldados lideren una compañía de veteranos, ¿verdad?  En unas horas os investiré Caballeros de la Cruzada.  Queda, por supuesto, el asunto de quién será nombrado comandante, pero esa decisión no me compete a mí.  Sois como una unidad y os conocéis entre vosotros mejor que yo, de modo que quiero que vayáis pensando quién, de entre vosotros cuatro, llevará el peso del liderazgo.

- Si de verdad creéis que es la opción más acertada, aceptaré.  Pero sigo pensando que Kairon o Beloc son más apropiados para el mando.
- Kairon es un tiflin.  Los cruzados no seguirán a un semidemonio por muy paladín sea.  Yo no hago las reglas, chicos, pero los prejuicios existen, y más en una zona como esta.  Y en cuanto a Beloc, ¿creéis que un paladín obedecerá órdenes de un inquisidor?  Sí, en lo rutinario podría ser, pero me refiero a la típica decisión difícil y que, por el bien de la misión, no deba ser cuestionada.  Los paladines pondrán siempre en tela de juicio las decisiones de un inquisidor por motivos muy parecidos.  No es una buena idea.

El argumento de Nurah tenía lógica.  Tras años luchando contra demonios, aquellos paladines iban a ser asignados a una misión muy complicada y la moral no podía venirse abajo por culpa de los prejuicios.  Y Kurt reconocía que era más fácil evitar la causa de esos prejuicios que afianzar la confianza suficiente como para superarlos.  Nurah era una historiadora que conocía el trasfondo de la zona mucho mejor que nadie.  Eso y su simpatía innata hacían de ella un recurso muy valioso.  Junto a Sosiel, el clérigo de Shelyn encargado del bienestar de la tropa, constituía el refuerzo social de las decisiones.


- ¿Y Kiha? - Musitó Kurt a la desesperada.
- Yo puedo aconsejarte.  Mi conocimiento es más arcano que militar, y lo sabes.  Kurt, tu padre fue un capitán reconocido de la cruzada.  Tu madre es una sacerdotisa de Torag que sirvió con él, te has criado entre armaduras, martillos y marchas militares.  No te escaquees - Kiha lo provocó con intención de que llegara a la conclusióna la que el grupo al completo había llegado ya.

Kurt conocía la responsabilidad del mando.  Su padre había sido, como decía Kiha, capitán de una unidad.  Y, aunque el peso del mando nunca pudo con él, el precio fue muy duro.  Dio su vida por la cruzada, por Torag y por su unidad.  ¿Era por eso por lo que Kurt estaba esquivando el mando?  ¿Porque tenía miedo de no hacerlo bien?  ¿Porque tenía miedo de morir?  ¿O quizás era porque tenía miedo de las decisiones que había que tomar?  Una de las cuestiones filosóficas más famosas entre los acólitos de Torag era: "¿Serías capaz de mandar a un compañero a morir por la misión?".  Con la vida que había llevado, Kurt estaba más que preparado para morir por la Cruzada, pero no sabía si estaba preparado para enviar a los demás a la muerte.  Por muy voluntarios que fueran.

- Entonces decidido.  Que los dioses me inspiren.  Eso sí, recordad que en general necesitaré vuestro consejo.  Entiendo que sólo deba haber una voz de mando, pero esa voz ha de estar en consenso entre nosotros.  Eso os incluye a todos. - Kurt miró a los asesores enviados por la reina Galfrey.  - Y una cosa más: necesitamos gente con experiencia.  No sólo en mando militar, sino en todas las disciplinas necesarias para gestionar un grupo tan grande en un viaje.

Kurt volvió al Corazón del Defensor más tarde a buscar a la peculiar pareja formada por Irabeth y Anevia.  Su relación le parecía muy peculiar y, aunque sabía que no estaba bien emitir juicios al repecto de temas personales ajenos, no se acostumbraba a la pareja.  Una paladina de Iomedae semiorca, de conducta intachable y méritos reconocidos, casada con una humana que hasta hace poco tiempo había sido un humano, demasiado complicado para Kurt.

Encontró a Anevia en la planta de abajo, atendiendo heridos.  Su pierna herida se había curado completamente, con lo que Kurt entendió que la visión de Aravashnial también se habría restaurado.  No había costado mucho convencer a la reina Galfrey para que sus clérigos invirtiesen su poder en sanar sus heridas.  Incluso cuando estaban heridos, ambos habían aportado un valor incalculable al grupo en las catacumbas bajo Kenabres.  Cuando Kurt le comentó la posibilidad de unirse a la compañía que viajaría al norte, Anevia se ofreció a acompañarles.  Ante la pregunta de si Irabeth estaría dispuesta a seguirles, Anevia simplemente respondió "Déjame hablar con ella".  Al parecer la devoción que se profesaban unida al sentido del deber de Irabeth harían el resto.

Kurt se enfrentó después a una de las primeras decisiones difíciles como comandante.  Se trataba de Horzilla, la clériga del demonio Baphomet capturada por ellos mismos.  La prisionera compartía celda con los tres caballeros que, en los disturbios posteriores al ataque sobre Kenabres, habían sucumbido a la desesperación y matado a una doncella para, con su sangre, imbuir sus armas de poder para combatir a la hueste de demonios.  Kurt no llegó a saber nunca si ese método funcionó, y francamente le horripilaba enterarse.  Por mucho que él tuviera fama de frío y calculador, aquellos caballeros, adoradores de Sarenrae ni más ni menos, habían cometido una atrocidad justificándose en el fin sin reparar en los medios.  Un escalofrío recorrió la nuca de Kurt al recordar la expresión decidida de la líder de aquellos tres caballeros a la hora de defender su actitud.  Kurt prefirió enfrentarse primero a la sacerdotisa para que los tres caballeros supuestamente arrepentidos fueran testigos de la escena.

- Horzilla. Dicen que antes de ser servidora de demonios fuiste miembro de la Cruzada.  ¿Puedes explicarnos qué te hizo cambiar de bando?
- Escogí el bando apropiado.  Vosotros sois los que estáis confundidos.  No hay modo de que ganéis esta guerra.  Mi señor dominará estas tierras, sólo es cuestión de tiempo.  El tiempo de la Cruzada es tiempo prestado.

Horzilla escupió al suelo al mencionar la Cruzada.  Kurt tenía claro que aquella mujer estaba más allá de cualquier redención posible, y justo cuando iba a solicitar su juicio inmediato Kiha le dirigió una mirada cargada de significado.  Kurt se retuvo y esperó a que Kiha hiciera lo que pretendía.  Aprovechando un momento de discusión entre la prisionera y Beloc, que amenazaba a la prisionera con algo relacionado con una ventana a una altura considerable, Kiha urdió unos discretos signos en el aire y se dirigió en un tono cordial a Horzilla, cuya actitud hacia Kiha era también de calma y confianza.  Hechizada como estaba, Horzilla dejó de gritar blasfemias contra los dioses de la cruzada y escuchó lo que Kiha tenía que decirle.  Las palabras de Kiha versaban, cómo no, en el arrepentimiento y en la redención.  Kurt no estaba de acuerdo, ya que sabía que el fanatismo religioso era muy poco mutable, sobre todo en los adoradores de demonios.  Se acordó que Horzilla sería juzgada pero no antes de que el grupo volviera de Drezen.


En cuanto a los tres cruzados, obraba en su favor que se hubiesen entregado voluntariamente y que se ofrecían voluntarios para ir a Drezen con el ejército de Kurt.  Kurt vio grandes diferencias entre su compañera de celda y ellos tres, de modo que tras una conversación en la que les aseguró que estaría muy pendiente de ellos, los aceptó en su unidad.

(Seguirá en otro post, que se estaba quedando larguísmo)





domingo, 5 de enero de 2014

La ira de los justos: el origen de un mito


- ¿Kurt?  ¿Me estás escuchando? -  La voz familiar de su madre sacó a Kurt de la especie de ensoñación que le aletargaba.
- Sí, madre, perdona.  Me he distraído un momento.
- Lo entiendo.  La experiencia que has vivido ha tenido que ser sobrecogedora, como mínimo.  No te molesto más, hijo mío.  Descansa y baja cuando estés más despejado.  Creo que el sumo sacerdote de Torag quería hablar contigo pero tú decides si quieres o no hablar con él.
- Claro que hablaré con él, madre.  Pero más tarde.  Es muy complicado.  No tengo aún palabras... - y con esa frase en el aire Kurt volvió a su actitud contemplativa. 

Tenía delante de él una ventana pero aunque lo pareciera no estaba mirando por ella.  Miraba mucho más lejos, hacia el infinito.  Thalysa Kronner se retiró de la habitación que ocupaba su hijo, preocupada.  Nadie entendía lo que había pasado.  De repente, su hijo Kurt y sus compañeros, los Cuatro Héroes de Kenabres, parecían más reales.  Más definidos.  Más resueltos que nunca.  Ella misma se sentía incómoda al hablar con su propio hijo.  Porque seguía siendo su hijo el que estaba en aquella habitación, ¿no?  Rechazó esa duda pensando en que no era justo creer algo así.  Kurt había cambiado, desde luego, pero en el fondo seguía siendo su hijo.

Ataque sobre Kenabres

 Madre e hijo habían compartido una afinidad y una relación honesta y directa desde siempre.  Incluso cuando él era un simple acólito en el templo de Torag y ella le impartía instrucción no había ninguna barrera entre ellos.  Pero esto era distinto.  Kurt estaba "tocado por los Dioses".  Thalysa sonrió preocupada ya que esa frase era un eufemismo muy utilizado para referirse a los locos y a los trastornados.  ¿Estaría su hijo perdiendo la cabeza?  ¿Sería una alucinación la historia que relataba sobre la energía de las piedras de custodia?  Peor aún: ¿podría ser todo una artimaña demoníaca para torturarles de manera exquisita?  No.  Todos los que miraban a los ojos de aquellos Cuatro de Kenabres sabían que lo que había sucedido les había cambiado por dentro.  La duda que en el fondo atormentaba a la sacerdotisa de Torag era si ese cambio era a mejor o a peor y el precio que su propio hijo habria pagado o tendría que pagar tarde o temprano.

Tras dar unas vagas explicaciones y sabiendo que el Sumo Artífice de Torag no había captado la esencia de la revelación que había tenido, Kurt se dirigió a la cita que tenía con sus compañeros.  Todos habían tenido una sensación similar al tratar de explicar el fenómeno que habían experimentado.  Nadie que no lo hubiera sentido podía entenderlo.  Con ellos, por lo menos, no tenía que estar pendiente de miradas curiosas y confusas.

Sumo Artífice de Torag, en Kenabres

- ¿Soy un egoísta por querer volver a sentir la conexión que tuvimos con la energía de las Piedras de Custodia?

La voz de Kurt era serena, pero delataba su anhelo por experimentar de nuevo aquello.

- No, Kurt.  Fue una sensación poderosa.  Sagrada quizás.  Al fin y al cabo está el sueño que hemos compartido todos, donde vimos a ...
- La Heredera - Kurt completó la frase de Kairon.
- Iomedae.  ¿Creéis que era ella en realidad?  Podría ser un truco o una alucinación - el excepticismo de Beloc hacía su aparición.
- Si algo sé de la energía divina es que su manifestación es innegable.  Todos SABEMOS que era Ella, lo aceptemos o no.
- Pues yo no estoy segura de si quiero aceptarlo o no - Kiha era la más reticente. - Al fin y al cabo yo no me siento imbuída con ninguna energía divina en este momento.  Solo me siento...  mejor. 

- Mi teoría es que - continuó Kurt - cada uno de nosotros ha conseguido acceder a una reserva de poder propio.  No busquemos el origen únicamente en una presencia divina.  Recordad lo que vimos.  Vimos la historia de la Herida del Mundo.  Vimos la historia de las Piedras de Custodia.  Fue la energía espiritual de esas piedras lo que... despertó... nuestra fuente de poder.  Obviamente, para mí ese poder es divino.  Yo soy un conducto del poder sagrado de Torag y a través de mí canalizo su energía y su poder, pero es mi propia voluntad la que le da forma.  Una relación parecida tiene Kairon con Sarenrae, ya que es uno de sus escogidos servidores, así que supongo que tú sientes algo parecido.

- Sí, pero es más a un nivel personal.  No me malinterpretéis, continúo sintiendo a la Señora del Alba como una presencia cercana a mí, que me reconforta y me recuerda que debo dar ejemplo de rendención a quien la merezca...
- Y de castigo a quien no la merezca - Beloc completó. - Yo sin embargo no sólo siento la presencia de Iomedae conmigo sino que me siento más determinado, más resuelto a realizar mi trabajo con su ayuda y, sobre todo, con mi fuerza de voluntad. ¿Tiene sentido?
- Por supuesto que sí - dijo Kiha.- Como sabéis, mi poder procede de mi propia determinación y mis propios sentidos.  No tengo una educación formal en la magia, pero sin embargo los hechiceros siempre somos consciente de nuestro poder interior.  Y ese poder no sólo ha crecido sino que me atrevería a decir que ha cambiado con la experiencia.  Sí, creo que esta experiencia nos ha abierto a cada uno una puerta diferente, según nuestras habilidades.  Y yo, tened por seguro que la voy a aprovechar.  Lo vamos a necesitar si queremos sobrevivir a lo que vendrá a continuación.
- Sí - dijo algo taciturno Kurt. - Y tendremos que hacerlo juntos.  Sólo nosotros tenemos la visión y la perspectiva necesaria para realizar según qué tareas.  Lo sospechamos cuando aceptamos la misión de recuperar la Guarnición Gris y lo corroboramos con la epifanía de las piedras.  El resto, sólo lo saben los dioses...


Minago

Aún pasó un tiempo en silencio hasta que el grupo se disolvió sin mediar más que las despedidas formales.  No hacía falta que dijeran mucho más.  Su conexión era cada día más fuerte, pero todos sospechaban que los retos que se les presentarían a continuación serían igualmente desafiantes.  Por lo menos ahora los malvados tenían cara y nombre.  Donde quiera que estuviese, Minago estaría preparándose para hacerles frente.  Tanto ella como su señora, Areelu Vorlesh, eran ahora conscientes del poder de los Cuatro Héroes de Kenabres.  Definitivamente, no se lo pondrían fácil la próxima vez.