viernes, 22 de noviembre de 2013

Razmir es grande. No hay otra deidad como Razmir

Con muchas interrupciones y demoras, estoy tratando de dirigir al grupo de los martes "Las máscaras del Dios Viviente", una aventura urbana de investigación.  Precisamente por eso, nuestro compañero Enrique está algo desesperado porque con su bárbara sólo se le ocurre pegarse con todo el mundo "al estilo Conan".  Y claro, ese comportamiento en el templo de Razmir tiene sus consecuencias.  Pensando en él, y a modo de disculpa, le ofrezco la dramatización de la escena que vivimos en la última sesión, con alguna licencia literaria.  Espero que os guste a todos.

Los gritos de rabia de Irima se perdieron pasillo adelante mientras los guardias del templo y algunos acólitos la escoltaban a su celda.  De nada sirvió resisitirse.  El conato de insurrección llevado a cabo por ella había fracasado y, una vez más, se encontrada atrapada en la celda con un cuenco de agua como único compañero.

Estar encerrada iba completamente en contra de su naturaleza.  Irima necesitaba aire, allí se estaba ahogando.  No es ya que en las ciudades hubiese demasiada gente, demasiados edificios, demasiadas normas...  Es que allí, en templo de Razmir, además tenía que seguir una rutina y unas pautas.  Y ella nunca fue buena en esas cosas.

Irima, prima hermana de Amiri

Horas más tarde (¿Habría pasado ya un día completo?  Irima creía que no, aunque el sentido del tiempo se pierde fácilmente cuando se está aturidida en el jergón de paja de la celda) la puerta de la celda se abrió y tres guardias se aproximaron con cautela.

- ¿Veis?  Os lo dije...  Esta ramera es más fea que tu madre, Smythe.  Ni con un palo la tocaría.
- Cómo se nota que has visitado recientemente la casa de placer.  Yo llevo ya semanas sin un achuchón y estoy más caliente que una piedra al sol.  Veamos qué esconde esta dulzura debajo de la túnica.
- Tú mismo, Smythe, pero a saber dónde ha estado y con quién.  Igual te pega una cosa mala.  Acuérdate de Kurt y lo que le costó recuperarse de aquello que cogió.
- ¿Me vas a hablar tú, putañero del demonio, de lo que te puede pegar una mujer? ¿Tú, que frecuentas tanto el salón de Madame Hoja Tierna que van a ponerle tu nombre a una sala? Venga ya...
- Tú mismo, pero si quieres esta misma noche vamos y te presento a Sareen, la nueva adquisición del salón. Si son mujeres salvajes lo que quieres, ella te dará lo que necesitas.  Se dice que es seguidora de Calistra.  Invito yo, Smythe, pero no nos metas en un lío por un polvo.
- Te tomo la palabra.  Y tú, cerda, vete preparando por si la puta esa no es suficiente.

Sareen, con su infame número de los cuchillos.

Durante toda esta conversación, Irima alternaba expresiones de furia con miradas intensas con las que trataba de quedarse con todos los detalles: la celda, las llaves colgando del cinturón de uno de los guardias, la cara del desgraciado que hablaba, sus ojos lujuriosos...  Una mezcla de pánico y expectación se apoderaron de ella.  Por un lado, el hecho de que el guardia abusara de ella le parecía terrible, pero por otro ese mismo acto podría darle la oportunidad de escapar.  O por lo menos de dejarle un buen "recuerdo" al guardia en forma de mordisco o arañazo.

Mientras la puerta de la celda se cerraba de nuevo, Irima no perdió de vista a los guardias. Aquel que tenía fama de putero esbozó una media sonrisa aunque sus ojos parecían igual de inexpresivos que antes.  ¿Por qué ese guardia había intercedido?  ¿La quería sólo para él?  ¿Podría ser que entre los guardias de aquel nefasto templo hubiese gente decente?  Irima sólo sabía que gracias a su intervención se había esfumado el peligro y una, la verdad sea dicha, muy exigua posibilidad de fuga.  Tendría que seguir presa y más tarde simularía comulgar con la doctrina de Razmir.

Un tiempo indeterminado más tarde la puerta volvió a abrirse, y tras ella aparecieron algunos guardias y un sacerdote de túnica negra.  Irima tardó unos segundos en reconocer las formas tras la túnica y la voz tras la reverberación de la máscara que todos aquellos sacerdotes llevaban.  Sin mediar palabra, los guardias la condujeron, engrilletada como estaba, hasta el patio interior del templo.  Allí fijaron sus cadenas a un poste central y el sacerdote empezó a cantar las alabanzas a Razmir y el cómo la desobediencia era justamente castigada.

El castigo justo por desobecer... otra vez.


Irima se preparó y concentró su furia en aguantar.  No les daría la satisfacción de oir sus gritos.  Se mantendría fuerte, decidida e indomable como siempre había sido...  pero su moral se vino abajo cuando vio cómo el encargado de administrar la disciplina humedecía el látigo en un balde y lo frotaba posteriormente con sal.  Aquello iba a doler.

Y dolió.  Dolió más que cualquier cosa que Irima hubiese experimentado hasta entonces.  Se mantuvo estoica hasta el cuarto latigazo.  A partir de ahí no rocardaba si había gritado, pero dedujo que sí.  Cuando su voluntad estaba a punto de quebrarse, los estallidos de dolor pararon y se escuchó la voz del Sumo Sacerdote alabando a Razmir y a su justicia divina.  Irima quiso responder a gritos, pero el dolor sólo le permitió murmurar un "Me vengaré".  El guardia que la descolgaba del poste y que, junto a otros dos la escoltaba a las celdas la miró de arriba abajo.  ¿La habría oído? ¿La delataría? Con un esfuerzo y agotando las fuerzas que le quedaban, Irima alzó la cabeza y reconoció al guardia.  Era el "espléndido" que había evitado el ataque de su compañero con la promesa de invitarlo más tarde.


Encarni, nuestra ayudante, vestida para la ocasión

- "No tan alto, si yo te he oído cualquiera puede.  Y no te conviene.  No hables.  No hagas ningún gesto.  Trataré de ayudarte más adelante."



La suerte de Irima estaba cambiando.  ¿O no?


Os dejo con la escena de latigazos más memorable, con permiso de Mel Gibson.  Si os aburren los musicales, saltad al minuto 3 directamente.